La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en su artículo 16, afirma: "Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución". Esa fórmula, simple y contundente, sigue siendo un criterio hermenéutico privilegiado para distinguir entre textos que organizan el poder y Constituciones que garantizan derechos.

Si observamos la trayectoria constitucional dominicana desde 1844, hallamos múltiples cartas fundamentales con valiosas proclamaciones programáticas y diseños institucionales cambiantes. Sin embargo, durante gran parte de ese largo ciclo prevaleció una noción formal de Constitución: los catálogos de derechos carecían de instrumentos efectivos de protección, y el control del poder descansaba, con frecuencia, en la discrecionalidad del gobernante antes que en límites jurídicos exigibles.

La diferencia entre una "carta política" y una "Constitución en sentido material" es decisiva. La primera enuncia fines, virtudes y promesas que el propio poder puede relativizar en la práctica; la segunda incorpora garantías operativas y jurisdicciones especializadas que hacen exigibles los derechos frente al Estado y, cuando corresponde, también frente a particulares. Sin garantías procesales y órganos independientes, la dogmática de derechos se reduce a retórica.

La reforma constitucional de 2010 marca un punto de inflexión. Por primera vez, el ordenamiento dominicano sistematiza un haz de garantías explícitas —acción de amparo, hábeas corpus, hábeas data, control concentrado de constitucionalidad, entre otras— y rediseña la arquitectura institucional para tutelar los derechos con eficacia. No se trata solo de ampliar el catálogo; se trata de crear "puertas de acceso" jurisdiccional para que la ciudadanía pueda reclamar, con efectividad, la vigencia de sus derechos.

En ese marco, la creación y puesta en marcha del Tribunal Constitucional y el fortalecimiento del Defensor del Pueblo resultan centrales. El primero ofrece un foro técnico e independiente para resolver conflictos normativos y proteger derechos fundamentales mediante precedentes vinculantes; el segundo funge como garante de la buena administración y la tutela no jurisdiccional de los derechos, reforzando la rendición de cuentas del aparato estatal.

Las garantías incorporadas en 2010 se articulan, además, con principios rectores de interpretación constitucional —dignidad humana, favorabilidad y fuerza normativa de la Constitución— que obligan a todas las autoridades. La consecuencia práctica es clara: los jueces ya no pueden apartarse de la Constitución como si fuera un "programa" distante; deben aplicarla directamente, incluso controlando la constitucionalidad de las leyes y actos cuando corresponda.

Desde una perspectiva de Derecho Público comparado, la experiencia dominicana se alinea con el constitucionalismo contemporáneo latinoamericano, que pasó de la pura enunciación de derechos a su garantía mediante acciones expeditas y tribunales constitucionales especializados. Esa convergencia regional robustece el estándar dominicano y genera un diálogo jurisprudencial que, bien aprovechado, eleva la calidad de la protección de derechos.

En términos de Ciencia Política, la reforma de 2010 reduce el "riesgo de hegemonía" del poder político al crear contrapesos reales. La existencia de remedios jurisdiccionales efectivos transforma los costos de la arbitrariedad: gobernar contra la Constitución deviene más difícil, costoso y visible. A su vez, la cultura de la justiciabilidad impulsa a la Administración Pública hacia estándares de legalidad, motivación y proporcionalidad en la toma de decisiones.

Por ello, sostener que antes de 2010 la República Dominicana tuvo, más que una Constitución material, una sucesión de cartas políticas, no es un juicio despectivo sino un diagnóstico jurídico-analítico: hubo proclamaciones solemnes, pero faltaban garantías efectivas. A partir de 2010, en cambio, los derechos dejaron de ser promesas para convertirse en posiciones jurídicas exigibles, respaldadas por instituciones capaces de protegerlas.

Conclusión: el verdadero giro constitucional dominicano consiste en haber pasado de la Constitución declamada a la Constitución garantizada. Ese tránsito —de la forma a la fuerza normativa— es la piedra de toque de un Estado constitucional de derecho que toma en serio la tutela de los derechos, la separación de poderes y el control del poder político. Mantener y perfeccionar esa senda es, hoy, una responsabilidad compartida de jueces, legisladores, administradores y ciudadanía.

José Manuel Jerez

Abogado

El autor es abogado, con dos Maestrías Summa Cum Laude, respectivamente, en Derecho Constitucional y Procesal Constitucional; Derecho Administrativo y Procesal Administrativo. Docente a nivel de posgrado en ambas especialidades. Maestrando en Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Diplomado en Ciencia Política y Derecho Internacional, por la Universidad Complutense de Madrid, UCM.

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