Análisis de dos artículos
La Constitución de 1805, dictada bajo el puño férreo del emperador Jean-Jacques Dessalines, no debe ser leída como una mera declamación revolucionaria. Más aún: es la expresión dogmática y militante de una voluntad de hegemonía racial, cultural y territorial, que pretendió —desde el primer momento— erigirse no solo como fundamento del nuevo Estado haitiano, sino también como negación radical de todo lo que no se reconociera en su lógica de exclusión.
En ese texto no se encuentran los principios clásicos del constitucionalismo liberal que animaron las revoluciones atlánticas del siglo XVIII; no se lee allí la exaltación del derecho individual, ni el imperio de la ley, ni la libertad entendida como armonía entre los hombres. Lo que resplandece, por el contrario, es la voz encendida de una revolución convertida en religión de Estado, y que desde su primer día consideró como enemigos perpetuos a todo vestigio del orden anterior, incluso cuando este se manifestara en pueblos distintos, culturas diferentes o historias paralelas.
Dos artículos, en particular —el XII y el XVIII— condensan, como símbolos y piedras angulares, el verdadero contenido ideológico de la obra de Dessalines. El primero consagra la exclusión total del elemento blanco, no como medida de precaución política, sino como principio constitutivo del Estado. El segundo, con no menor radicalismo, impone una definición única, forzada y excluyente de ciudadanía, en la que todo dominicano quedaba —de hecho y de derecho— disuelto en una categoría ajena a su historia y su ser.
Ambos artículos no deben verse como meras cláusulas de una carta política, sino como instrumentos doctrinales de una empresa absorbente, que buscó —con método y con fuego— anular la existencia misma de la nación dominicana. Pues la Constitución de 1805 no solo ignoró al pueblo del Este, sino que lo absorbió sin su consentimiento, lo renombró sin su historia y pretendió declararlo inexistente.
Comprender el alcance de estos artículos es, por tanto, indispensable para entender la hondura del conflicto entre Haití y Santo Domingo. No fue una querella de fronteras ni una disputa de gobiernos: fue una lucha entre dos concepciones irreconciliables del mundo, de la cultura, de la identidad y del destino.
Es bajo esa luz que deben estudiarse los artículos XII y XVIII: como piezas fundamentales de una doctrina de anulación y suplantación, frente a la cual el pueblo dominicano habría de levantarse, no solo con las armas, sino con una voluntad de ser y de mantenerse.
Articulo XII. La imposibilidad de convivencia entre negros y blancos
Pocas veces ha dictado el impulso revolucionario una cláusula constitucional tan densa de odio como el célebre artículo XII de la Constitución haitiana de 1805. Predomina en este texto el exclusivismo racial, cuyo eco se dejaría sentir a lo largo de generaciones y cuyas consecuencias históricas franquearían con mucho las fronteras del naciente Estado haitiano.
Declara el artículo que “ningún blanco, cualquiera que sea su nacionalidad, podrá poner pie en este territorio con el título de amo o propietario”. Y en esta breve fórmula no se pretende solo suprimir los privilegios del blanco, como lo haría un constitucionalismo moderno; se aniquila su presencia, su posibilidad misma de ser, dentro del nuevo orden. Al excluir al blanco como figura posible dentro del nuevo pacto social, opera una inversión radical del viejo orden colonial. Donde antes el blanco era amo, ahora no puede siquiera poseer una pulgada de tierra. Donde antes era señor de esclavos, ahora es sospechoso por naturaleza. El blanco es, jurídicamente, el Otro absoluto: no ya por su nacionalidad, sino por su historia funcional. El texto no distingue entre blancos franceses, ingleses o españoles: a todos se les niega la propiedad, salvo contadas excepciones .
La función doctrinal de este artículo es crear un Estado defensivo y racialmente cerrado, cuyo principio fundador es la exclusión del antiguo opresor.
La creencia fundamental del nuevo Estado haitiano, en torno a la cual se construye una doctrina de la exclusión inevitable , del aislamiento continental y del resentimiento histórico como base del poder. En él se revela la voluntad de que Haití sea no una nación entre naciones, sino una nación contra el resto.
Y desde ahí puede comprenderse su prolongación lógica: la invasión de la parte oriental, la masacre de Moca y Santiago, la imposición de un Estado unitario en 1822, la disolución forzada de todo particularismo cultural, con arreglo al articulo XIII que proclama:
Art. 14. Necesariamente debe cesar toda acepción de color entre los hijos de una sola y misma familia donde el Jefe del Estado es el padre; a partir de ahora los haitianos solo serán conocidos bajo la denominación genérica de negros.
No cabe ignorar, en este contexto, que tal disposición implicaba necesariamente la negación de cualquier comunidad humana con otros pueblos que no compartieran ese prejuicio brutal . Y así se explica la ruptura radical con la parte oriental de la isla, que desde siglos atrás se había formado bajo otros signos, otras leyes y otra lengua. El criollo dominicano —hispánico por cultura, católico por religión, mestizo por constitución— no podía reconocerse en esta revolución unitaria de signo excluyente, y menos aún en un proyecto de nación fundado sobre la prohibición de su propia identidad.
No fue, pues, un conflicto de fronteras ni un choque de intereses, sino una guerra de idiosincrasias , una lucha entre dos formas opuestas de concebir la comunidad humana: una, cerrada sobre el dogma racial; la otra, abierta —aunque imperfecta— al mestizaje de lengua, de fe y de sangre. Una, concebida como un grupo cerrado y monolítico de la negritud; la otra forjada como una entidad multirracial y abierta.
Esta ideología de la exclusión se exportó en 1805 a la parte española de la isla, cuando las tropas de Dessalines y Henri Christophe penetraron la región del Cibao y cometieron, en Santiago y en Moca, una de las masacres más infames de nuestra historia. En Moca, como lo recuerda la tradición oral y los pocos testigos que sobrevivieron, fueron pasados a cuchillo hombres, mujeres y niños blancos, sin distinción de armas ni alianzas. Como se ve, estas disposiciones condujeron a la supresion del derecho a la vida; les anularon, ademas, la ciudadanía y el derecho a la propiedad. Si esto no es racismo, ¿qué es, entonces, el racismo?
Durante más de cien años, la República de Haití se definió no por lo que era, sino por a quién excluía. Y ese principio, elevado a rango constitucional, hizo imposible el diálogo con pueblos vecinos marcados por otras tradiciones. No fue hasta 1918, durante la dominacion estadounidense (1915-1934), cuando Franklin Delano Roosevelt, en ese punto y hora, alto funcionario del Departamento de Marina, organizó un plebiscito para imponer la Constitucion de 1918, que anuló el artículo XII y todas las referencias a la identidad racial del Estado; se revocó de este modo, la prohibicion de la propiedad para extranjeros, personas de raza blanca, y se autorizó el derecho de ciudadanía sin restricciones etnicas. La derrota simbolica del proyecto fundacional de 1804 no fue, pues, obra de la sociedad haitiana, sino el efecto de la intervención extranjera.
No debe olvidarse que el pueblo dominicano —pobre, rural, mestizo, olvidado por España— no era un enclave esclavista ni una aristocracia blanca. Era, al contrario, una población heterogénea, marcada por la marginalidad y el sincretismo, que no encajaba ni en los moldes coloniales ni en la ideología racial del nuevo imperio haitiano. El artículo XII y su espíritu impidieron el reconocimiento de esa identidad mestiza, y en cambio, le impusieron una extranjería moral, una condena por ser lo que era: un pueblo sin pureza, pero con memoria. la libertad verdadera no se construye desde el odio al otro, sino desde el reconocimiento de lo que somos, con nuestras sombras, con nuestras mezclas, y con nuestra irrenunciable dignidad.
El artículo XVIII . La indivisibilidad de la isla como principio de conquista
El Artículo XVIII no reconocía ni frontera ni soberanía distinta a la haitiana. No contemplaba acuerdos ni límites, ni respetaba los títulos históricos que amparaban la existencia de la antigua Capitanía General de Santo Domingo, fundada sobre una tradición jurídica española que remontaba su legitimidad a los Reyes Católicos;borrraba de un plumazo el orden juridico establecido. De este modo, el Tratado fronterizo de Aranjuez 1777 suscrito entre el Conde de Floridablanca y el Marqués de Ossum quedaba disuelto. Su sola redacción implicaba la anulación ontológica de la dominicanidad, pues no cabía en ese esquema imperial sino un solo pueblo, una sola ley y una sola raza dominante
He aquí la prueba al canto:
Art. 18. Las islas más abajo designadas son partes integrantes del Imperio: Samana, la Tortue, la Gonave, les Cayemittes, l’île à Vache, la Saone, y otras islas adyacentes. (Biblioteca de Ayacucho, Constitución Imperial de Haití de 1805, El pensamiento constitucional hispanoamericano hasta 1830, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1961, v. 42, t. III, pp. 159-170.)
En este sentido, el artículo XVIII no delimita; absorbe. No organiza; usurpa. No describe; impone. Y lo hace dentro de una lógica imperial que no admite la pluralidad cultural ni la diversidad política de la isla. El principio de “unidad e indivisibilidad” proclamado en el artículo XV encuentra aquí su ejecución práctica: lo que antes era un archipiélago de culturas, idiomas y pasados dispares, se convierte, por la sola voluntad del legislador, en un cuerpo único, monolítico y unificado bajo un solo cetro y una sola bandera.
He aquí su consecuencia más honda: en el instante mismo en que Haití proclama su soberanía sobre la totalidad de la isla, cancela la posibilidad misma del otro, del distinto, del no haitiano. La unicidad territorial se convierte en unicidad cultural, y el acto constitucional se transmuta en dogma de negación. El dominicano queda, así, condenado a la extranjería en su propia tierra, no por voluntad propia, sino por decreto ajeno.
Tal es la lógica oculta de este artículo: establecer, mediante una simple enumeración de nombres insulares, la muerte jurídica de todo otro proyecto nacional. Y en esta cláusula, como en tantas otras de la Carta de 1805, se revela el abismo insalvable entre la Haití imperial y el Santo Domingo mestizo. Una isla, dos mundos: uno que busca borrar el pasado para fundarse desde la exclusión, y otro que, con sus imperfecciones, aspira a sobrevivir desde el recuerdo.
La Constitución imperial de 1805 encorsetó durante más de setenta años el porvenir de los dominicanos. Al analizarla se echan lumbres sobre la invasión de Dessalines de 1805, las matanzas de 1804,1805 y 1812, la ocupación de 1822 y la guerra domínico haitiana (1844-1856). No fue sino hasta el Tratado de Paz y Amistad de 1874, cuando el gobierno haitiano renunció formalmente a la pretensión de indivisibilidad y reconoció el derecho a la existencia de la República Dominicana. De este modo, fue posible que dos pueblos compartieran la isla de Santo Domingo, sin que el deseo de conquista lo hiciera naufragar en la guerra.
Tras la vorágine de sangre y de crueldad que fue la revolución haitiana, no quedó, como en Francia, un Código Civil destinado a ordenar el porvenir de libertades, quedo la Constitución imperial de 1805. En ella, se inscribieron los proyectos políticos que han marcado su vida: la monarquía absoluta y la presidencia vitalicia, pero también en ella quedo abolida de hecho y derecho la existencia del pueblo dominicano y la anulación de su soberanía en lo que fuera su territorio histórico en la isla de Santo Domingo.
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