El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas fue concebido en 1945 con una aspiración loable: preservar la paz y la seguridad internacionales. Sin embargo, casi ocho décadas después, esa promesa sigue atrapada en una estructura de poder congelada en el tiempo. Mientras el mundo ha cambiado drásticamente en su composición, sus conflictos y sus actores, el diseño del órgano encargado de mantener la estabilidad global permanece estático, prisionero del privilegio del veto y de los intereses de cinco potencias.

La Carta de las Naciones Unidas otorga a cinco miembros permanentes el poder de veto. Esa prerrogativa les permite bloquear cualquier resolución, incluso aquellas que cuenten con el respaldo de la mayoría de los miembros del organismo. En teoría, se trata de garantizar el consenso entre las grandes potencias para evitar una guerra a gran escala. En la práctica, se ha convertido en un candado geopolítico sin consecuencias reales para quien lo abuse.

Ejemplos abundan: vetos repetidos para evitar condenas por violaciones a derechos humanos, paralización ante crisis humanitarias, invasiones no autorizadas o el uso de fuerza sin mandato del Consejo, sin una respuesta efectiva. Cuando se toman decisiones unilaterales o se ignoran deliberadamente las resoluciones, no hay sanciones automáticas ni mecanismos que fuercen el cumplimiento. El Consejo no actúa como árbitro imparcial, sino como un tablero donde los poderosos juegan sin reglas claras.

Pero más allá de la falta de acción, está la incapacidad estructural para entender y atender los conflictos del siglo XXI. Hoy se presentan amenazas cibernéticas que paralizan sistemas de salud o infraestructura crítica en segundos. Ataques dirigidos desde espacios digitales sin fronteras físicas no encajan en los marcos tradicionales del uso de la fuerza. El Consejo de Seguridad no tiene mecanismos eficaces para responder a estas nuevas formas de agresión.

También vemos el uso de campañas de desinformación a escala global, financiadas por actores estatales y no estatales, que socavan elecciones, erosionan la confianza en instituciones democráticas y polarizan sociedades. Estas tácticas de guerra blanda desestabilizan sin disparar una sola bala, y sin embargo el Consejo carece de protocolos para intervenir, monitorear o sancionar este tipo de ataques.

En otras ocasiones, catástrofes humanitarias prolongadas provocan desplazamientos masivos, hambrunas y violencia estructural, mientras el Consejo no logra emitir resoluciones por falta de consenso entre los miembros permanentes. La omisión se convierte en norma, no por indiferencia necesariamente, sino por parálisis institucional.

Y cuando se producen violaciones masivas de derechos humanos, el Consejo puede quedar inhabilitado si uno de sus miembros tiene intereses geopolíticos en la región o incluso está involucrado directamente. Pero también falla frente a la deriva autoritaria de ciertos gobiernos que concentran el poder, manipulan constituciones, desmantelan contrapesos institucionales y eliminan vías democráticas internas a su conveniencia. El problema es que, al no existir un sistema de alerta o contención global efectivo, la ausencia de acción temprana permite que algunos regímenes lleguen a extremos de control que luego amenazan la estabilidad internacional.

Del otro lado, también observamos paises en situaciones extremas de colapso estatal, donde no hay ni siquiera una autoridad legítima que ejerza el control del territorio, donde la ciudadanía vive atrapada entre pandillas, guerra civil o violencia estructural. En estos casos, son los propios ciudadanos quienes claman por intervención, por algún tipo de orden, por el auxilio de una comunidad internacional que simplemente observa desde la distancia. Es la otra cara de su fracaso: cuando no hay un régimen autoritario que controlar, sino un vacío de institucionalidad que nadie está dispuesto —o autorizado— a llenar.

En estos escenarios, los autoritarismos crecen sin frenos y, paradójicamente, cuando se genera una amenaza externa en respuesta a esos regímenes cerrados, tampoco hay margen de acción legítimo, ni por parte del Consejo ni de otros actores regionales. A la vez, los millones de personas atrapadas en el desgobierno de muchos paises viven sin esperanza de que algo cambie. Así, la comunidad internacional queda tambien atrapada entre el autoritarismo interno que el Consejo no puede contener, el caos sin instituciones que no puede intervenir, y las reacciones unilaterales que tampoco puede frenar. Todo esto bajo la sombra de la inacción, la omisión y la falta de competencias efectivas.

El Consejo de Seguridad es, en efecto, una expresión institucional de una relación de fuerzas que ya no refleja el orden internacional actual. Países emergentes claman por una mayor participación, mientras regiones enteras siguen sin una representación permanente. En un mundo multipolar, la concentración del poder en cinco capitales luce anacrónica.

No se trata de desmantelar el Consejo ni de cuestionar su existencia, sino de reformarlo y reorientarlo hacia los desafíos del presente. Es necesario hacerlo más representativo, más ágil y, sobre todo, más ético. Iniciativas como eliminar el poder de veto en casos de genocidio o crímenes de lesa humanidad, ampliar el número de miembros permanentes, o incluso replantearnos la figura misma de los miembros permanentes, podrían acercarlo nuevamente a su razón de ser: preservar la paz y proteger a la humanidad, sin excepciones ni privilegios.

Como afirmó el exsecretario general Kofi Annan en 1999: «la ONU siempre pondrá al ser humano en el centro… ningún gobierno tiene derecho a ampararse en la soberanía nacional para violar los derechos humanos», y, sin embargo, demasiadas veces el Consejo ha callado cómplice. Tal vez no por maldad, sino por estructura.

La paz del mundo no puede seguir hipotecada a la voluntad de cinco naciones con poder de veto, diseñadas para una era que ya no existe y desbordadas por un presente que jamás imaginaron. El derecho internacional no puede limitarse a ser un edificio elegante de buenas intenciones, mientras en sus cimientos se acumulan las ruinas de cada omisión. Si el Consejo de Seguridad no se reinventa, seguirá siendo el espejo roto de la Guerra Fría, incapaz de reflejar —y mucho menos resolver— los desafíos urgentes del siglo XXI.

Repensar la estructura del Consejo de Seguridad no es un idealismo ingenuo, sino una urgencia ética frente a un mundo que se descompone sin árbitros confiables. Porque donde no hay justicia, la paz es solo una ficción útil. Y donde no hay reforma, el Consejo se me parece cada vez más a ese  Ministerio de la Paz descrito por George Orwell en su famoso libro 1984: un símbolo poderoso, pero vacío, que observa guerras sin detenerlas y repite la palabra “seguridad” mientras el caos crece. Si no actuamos ahora, no será la historia la que juzgue al Consejo… seremos nosotros los que despertemos demasiado tarde en un mundo sin reglas, sin verdad y sin retorno.

Rafael Antonio Vargas López

Administrador de Empresas y docente

Rafael Antonio Vargas López es docente universitario de grado y posgrado en la Universidad Iberoamericana (UNIBE) y en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Es licenciado en Administración de Empresas y posee una Maestría en Dirección Estratégica por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), así como una Maestría en Gestión Universitaria por la Universidad de Alcalá de Henares (España) y una Especialidad en Entornos Innovadores de Aprendizaje por la Escuela de Organización Industrial (EOI) de España. Es articulista, autor de libros sobre gestión y novelas de corte reflexivo y social. Actualmente es Director de Planificación y Desarrollo Institucional de UNIBE. rvargas_lopez@hotmail.com

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