El lunes pasado un viento de pánico sacudió ONGs, organizaciones humanitarias y gubernamentales de todo el planeta frente a la inaudita orden ejecutiva del presidente Donald Trump estableciendo un periodo de revisión de 90 días para evaluar la coherencia y efectividad de los programas de ayuda de los Estados Unidos con la política exterior de su administración.
La orden pregonaba la congelación inmediata de todas las actividades financiadas por fondos de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) en materia de salud, educación, desarrollo, seguridad y lucha contra la corrupción, entre otros ámbitos.
Esta medida, que ponía en pausa el 1% del del presupuesto federal, tiene un impacto crucial para millones de personas a nivel planetario.
Una semana más tarde se anunciaba el desmantelamiento de la USAID después de seis décadas de existencia. Se dejó así establecido que no se trata de una congelación sino más bien de una condena a muerte.
A los desempleados de las ONGs e instituciones beneficiarias de programas de ayuda se suman hoy en día, en numerosos países del mundo, los miles de empleados norteamericanos y extranjeros de la agencia estadounidense (con sus familias) y sus contratistas que hace poco parecían intocables.
Ironía del destino, la USAID fue creada como un medio eficaz para contrarrestar la influencia soviética en los países en vía de desarrollo y hoy el presidente Trump y Elon Musk, encargado de la Oficina de Eficiencia Gubernamental, la tildan de organización “comunista, criminal y dirigida por dementes”.
La USAID no es la única institución que está en la mira. Son muchos los organismos internacionales puestos en entredicho por el nuevo gobierno de los Estados Unidos. El financiamiento de las Naciones Unidas, incluyendo las agencias encargadas de mantener la paz, defender de los derechos humanos y de los refugiados, siempre han sido parte del blanco de los republicanos y de los sectores más conservadores de los Estados Unidos.
Que las medidas presidenciales sean legales o no lo sean, el sistema de cooperación norteamericano ha sido desmantelado con alegatos falsos que forman parte de la Nueva Verdad que circula a una velocidad meteórica y que parece por el momento indetenible, considerando la lentitud de cualquier proceso institucional que permita revertir acciones presidenciales contrarias a la constitución, la correlación de fuerzas y el bombardeo masivo de informaciones desplegado desde la Casa Blanca.
Todo indica que la táctica comunicacional del presidente norteamericano reposa en estremecer el mundo con noticas e intenciones cada día más drásticas y a veces inverosímiles que parecen provenir de un plan concreto de desestabilización de la democracia y que, por su amplitud y rapidez de ejecución, formarían parte de un proyecto que parece haber sido preparado durante varios años.
En un mundo al revés, creando una confusión voluntaria y cínica, los sectores más conservadores de nuestro país han lanzado misiles acusando a periodistas reconocidos como defensores de los derechos humanos y de valores democráticos de haber recibido fondos de la USAID como una forma de empañar su reputación y descalificar sus quehaceres.
Es cierto que la USAID, por medio de sus programas, ha trabajado a favor de la educación, la inclusión, la lucha contra el VIH, el cambio climático y muchas otras causas, programas que pueden parecer “woke” a supremacistas de todos los horizontes.