En Metal Gear Solid 2, Hideo Kojima anticipa un mundo en el cual los memes, en el sentido de unidades culturales de Dawkins, se transforman en el legado humano por medio de la manipulación de la información. En The Phantom Pain, la lógica se extiende hasta interpretarlos como armas, capaces de fragmentar comunidades y moldear las subjetividades. El enemigo pasa de ser un ejército convencional y se transforma en la infección simbólica que condiciona las percepciones y las acciones de los humanos. Kojima nos muestra, que la cultura digital es en sí misma el próximo campo de batalla.

Esto se hace más relevante cuando vemos las inscripciones en las balas que se encontraron junto con el arma utilizada en el vil asesinato de Charlie Kirk. En ellas se encuentran inscritos memes pertenecientes a la subcultura del braint rot internet. Una subcultura donde la percepción del mundo real se encuentra desvirtuada a través de la participación activa por medio del cedazo del internet. Allí, se genera una trivialización de lo humano, al ser este separado de su contexto e internalizado solo a través de una serie de frases, signos y temas que deshumanizan completamente tanto a los humanos, como a las consecuencias de la existencia en comunidad.

Hannah Arendt, al analizar el juicio de Eichmann, introduce el concepto de la “banalidad del mal”. Define esta como la capacidad de cometer atrocidades sin conciencia del daño real que estas causan, actuado desde la obediencia ciega o la rutina burocrática. Esto, aplicado a la cultura digital, se ve reajustado a acciones banales, aparentemente sin peso real, pero cargadas de enorme valor simbólico como los shares, los likes, y los repost. Acciones que en primera instancia parecen insignificantes, pero cuyo efecto acumulado resulta devastador. Están diseñadas, además, para generar adicción a la simulación de acción, gracias a la distancia entre el hecho y su consecuencia. Así, la violencia simbólica se propaga de manera acrítica, normalizada, humorística y celebrada. La banalidad del mal se vuelve parte de la cultura digital.

Este tránsito entre la economía de los objetos y la economía de los signos había sido ya descrito por Baudrillard. La idea del objeto se impone ante el objeto mismo y la simulación de la acción supera a la acción real, ya que genera menos fricción, requiere menos esfuerzo, y da la sensación de participación activa en la sociedad. Aquí, la hiperrealidad es el reino donde la representación sustituye lo real, y lo falso puede tener más efectos que lo verdadero. El meme político, la fake news o el avatar digital son formas de ese simulacro donde ya no importa la materialidad de los hechos, sino la simulación de la acción, la potencialidad de viralidad. El ciudadano se ve atrapado en un mundo de signos sin anclaje en el mundo real, donde lo simbólico devora lo tangible.

La forma en que circula la información determina el modo en que pensamos y actuamos, como McLuhan ya había diagnosticado en The Medium is The Message. Hoy en día, toda la información circula de manera caótica, abierta, sin distinción ni consideración. Toda una generación ha crecido con un acceso irrestricto a un universo de información sin filtro, sin una contextualización que es absolutamente necesaria para que el cerebro humano pueda apropiadamente cuantificar de dónde viene esa información, cual es su impacto, y cómo integrarlas ante nuestro marco moral. Como habla Byung-Chul Han en Infocracia, la saturación informativa anula cualquier jerarquía del sentido. Lo trivial y lo trascendental valen lo mismo en el universo digital. Lo más superficial se difunde con la misma fuerza, o con más, que lo realmente profundo. La hipercomunicación ha destruido la distancia contemplativa necesaria y no ha traído la iluminación que creíamos, sino que, por el contrario, ha extendido un manto de opacidad que oscurece el juicio colectivo.

Todo esto tiene un impacto directo en la forma en la cual nos asociamos  como entes políticos dentro de nuestras comunidades. La democracia se fundamenta en la premisa de ciudadanos informados, capaces de deliberar racionalmente sobre las propuestas que los afectan a ellos y a su comunidad, en busca de consensos. Pero cuando la frontera entre lo real y lo simbólico se derrumba, esa premisa se erosiona. El elector no decide sobre hechos, sino sobre imágenes virales. No sobre política, sino sobre narrativas miméticas. La relativización moral convierte cualquier acción en “contenido”, y el impacto humano de las decisiones se diluye.

En este marco, la banalidad del mal digital hace imposible distinguir entre la ironía y la violencia, entre la opinión y la manipulación. Como resultado, nuestra democracia se degrada. Se convierte en un teatro de simulacros donde el voto se guía por la vitalidad de un signo, no por la responsabilidad común. Donde las acciones triviales de un foro oscuro se vuelven discurso público. Donde el mal pasa de su forma líquida a su forma sólida y se transforma en acción, en muerte.

Nietzsche ya nos advirtió que quien mira demasiado tiempo al abismo termina por dejarse devorar por él. El vacío digital no nos devuelve una simple mirada, sino una sumisión total. Si persistimos en la inacción, lo que hoy creemos juego, ironía o simulacro se solidificará en realidad, en violencia, en ruina política. Frente a este destino, la única salida es un acto de resistencia, rehusar la contemplación pasiva y recuperar la responsabilidad sobre lo que nos hace humanos. De lo contrario, el vacío nos devorará.

Octavio Landolfi

Servidor Público

Internacionalista. Licenciado en Relaciones Internacionales con Maestrías en Educación. Especialista en Geopolítica y Desarrollo de Mercados.

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