En las últimas décadas, la comprensión científica del Trastorno del Espectro Autista (TEA) ha avanzado de forma vertiginosa. Lejos de ser una “enfermedad” o un “defecto” que se adquiere, sabemos que es una diferenciación neurobiológica con raíces profundas en la genética.
El cerebro de una persona autista simplemente se desarrolló de una manera diferente. Sin embargo, mientras la ciencia avanza, una epidemia de desinformación la persigue. En un mundo donde la incertidumbre es insoportable, la gente busca respuestas simples, aunque sean falsas y esa es la naturaleza intrínseca de las teorías conspirativas que difunden la desinformación sobre el autismo. En este páramo de angustia, las teorías de la conspiración han florecido como malas hierbas, ofreciendo culpables fáciles para una diferenciación humana que es tan compleja como la vida misma.
De repente, una serie de mitos, desmentidos una y otra vez por la ciencia, han ganado una tracción alarmante, especialmente en los Estados Unidos, impulsados por figuras públicas irresponsables que amplifican la confusión, entre ellas el mismo Secretario de Salud Robert Kennedy Jr. Esos individuos han sembrado el miedo, la desconfianza y un debate que pone en riesgo a la salud pública.
Estas narrativas dañinas no solo nos distraen de las verdaderas causas del autismo, sino que también nos alejan de las soluciones reales y basadas en la evidencia. Y como un cirujano que extirpa un tumor, debemos confrontar y desmantelar estas mentiras, de una vez por todas.
El mito del paracetamol y Tylenol
Hace poco, una ola de pánico injustificado se apoderó de los Estados Unidos. La afirmación: el paracetamol, un medicamento tan común que casi todos tenemos en nuestro botiquín, causa autismo si se toma durante el embarazo. La premisa es tan simple como peligrosa. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y el American College of Obstetricians and Gynecologists (ACOG) han sido inequívocos: no hay evidencia científica que vincule el uso de paracetamol en embarazadas con el autismo. De hecho, lo siguen respaldando como un medicamento seguro durante la gestación.
La génesis de esta confusión radica en un error fundamental de la lógica humana. Algunos estudios observacionales, de los cuales no se puede inferir causalidad, encontraron una asociación estadística. Pero la correlación no es lo mismo que la causalidad. Que dos variables se muevan juntas no significa que una cause a la otra. En el caso del paracetamol, la correlación es un espejismo estadístico, una cadena de causalidad inversa. La hipermovilidad, una condición con un componente genético que aumenta el riesgo de tener un hijo con autismo, a menudo requiere el uso de analgésicos durante el embarazo. Es la condición subyacente la que está ligada a la neurobiología del autismo, no el analgésico. El paracetamol es solo un síntoma de una condición que, a su vez, está conectada a la neurobiología que contribuye al autismo.
Para deshacernos de esta falacia, los científicos han realizado estudios de diseño superior. El más grande de ellos, que analizó los registros de 2.4 millones de niños en Suecia, proporcionó la evidencia definitiva. Inicialmente, encontraron una asociación tenue, casi imperceptible. Pero cuando los investigadores compararon a hermanos—un "experimento natural" con una diferencia crucial—, la asociación entre el paracetamol y el autismo “desapareció por completo”. Al comparar a dos niños que comparten la misma genética y el mismo entorno familiar, se eliminan los factores de confusión y se revela la verdad. El paracetamol no es el culpable. El pánico, sin embargo, tiene consecuencias reales: la FDA ha advertido que estas afirmaciones infundadas “pueden generar daños reales al desalentar el uso de un medicamento seguro y necesario, exponiendo a madres y fetos a los riesgos graves asociados con la fiebre no controlada durante el embarazo”.
El primer caso de autismo fue diagnosticado en 1943 por el Dr. Leo Kanner. El uso comercial del acetaminofén comenzó en 1953 y el uso comercial de Tylenol comenzó en 1955, por lo tanto, la idea de que el autismo es una "nueva" epidemia causada por estos medicamentos es lógicamente insostenible, ya que existían casos de autismo documentados antes de que estos productos estuvieran disponibles.
El fraude de Andrew Wakefield
Ninguna mentira ha causado más daño a la salud pública como el mito de que las vacunas causan autismo. Su origen es rastreable a una única persona: Andrew Wakefield. En 1998, este médico británico publicó un estudio fraudulento en la revista The Lancet, afirmando haber encontrado un vínculo entre la vacuna triple vírica (MMR) y el autismo. El estudio, basado en tan solo 12 niños, fue una farsa. No solo manipuló datos, sino que falsificó resultados. Las motivaciones detrás del engaño eran tan cínicas como la mentira en sí: Wakefield había recibido pagos de abogados que buscaban demandar a los fabricantes de la vacuna y, peor aún, tenía la intención de comercializar su propia vacuna de la competencia.
El engaño fue tan flagrante que Wakefield perdió su licencia para ejercer la medicina en el Reino Unido, y en 2010, The Lancet se retractó formalmente del artículo. Lo que siguió fue un aluvión de investigaciones masivas a nivel mundial, que involucraron a cientos de miles de niños. El resultado fue inequívoco y unánime: las vacunas no causan autismo. La OMS y los CDC han reafirmado este consenso una y otra vez, desmintiendo cualquier vínculo entre la vacuna MMR, el conservante timerosal, o cualquier otra vacuna, y el TEA.
Entonces, ¿por qué persiste este mito? Aquí es donde entra en juego la psicología. Los síntomas del autismo a menudo se vuelven evidentes entre los 18 y 24 meses de edad, un periodo de desarrollo crítico que coincide con el calendario de vacunación infantil. Para los padres que buscan desesperadamente una explicación para los cambios en el desarrollo de sus hijos, esta coincidencia temporal se percibe falsamente como una relación de causa y efecto. Es un sesgo cognitivo que, combinado con la desinformación en línea, ha hecho de este mito una hidra con mil cabezas.
Una falacia llamada “Los Amish”
El último clavo en el ataúd de la desinformación es el argumento de la comunidad Amish. Sus promotores afirman que, debido a que esta población supuestamente no se vacuna, tienen una ausencia casi total de autismo, lo que probaría el vínculo entre las vacunas y el trastorno. Este argumento, que a primera vista puede sonar convincente, se desmorona al primer toque.
En primer lugar, la premisa de que los Amish no se vacunan es una falsedad. Si bien tienen tasas de vacunación más bajas, sí vacunan a sus hijos contra enfermedades como el sarampión. De hecho, se han documentado casos de niños Amish no vacunados con autismo.
En segundo lugar, la afirmación de que el autismo no existe en las comunidades Amish es rotundamente falsa. La investigación ha demostrado que el autismo sí existe, con una prevalencia de 1 en 271 niños. La diferencia con la tasa nacional no es un fenómeno biológico, sino un reflejo de su cultura y prácticas de salud. La comunidad Amish valora la autosuficiencia y no busca diagnósticos formales para condiciones que no se consideran urgentes, lo que lleva a una baja tasa de detección. La supuesta “ausencia” de autismo es una ilusión estadística y cultural, no una realidad biológica. El argumento de los Amish es un ejemplo clásico de cómo se tuercen los hechos para que se ajusten a una narrativa preexistente.
El autismo: un tapiz de genética y ambiente
Una vez que se desmantelan los mitos, se revela la verdadera historia del autismo. El autismo no tiene una única causa, sino que es un mosaico multifactorial de genética e interacciones ambientales, pero el factor más influyente es la genética.
Estudios con millones de participantes han demostrado una heredabilidad del autismo que oscila entre el 60% y el 90%. No hay un único "gen del autismo", sino que más de 100 genes pueden estar involucrados. Estas mutaciones genéticas pueden ser heredadas o pueden surgir de forma espontánea, lo que explica por qué el autismo puede aparecer en familias sin un historial previo. Es por esto que el autismo puede ser una diferenciación intrínseca de la especie humana, tan antigua como ser zurdo o diestro.
Mientras la genética sienta las bases, los factores ambientales pueden actuar como desencadenantes en individuos genéticamente vulnerables. Es importante destacar que la mayoría de las personas expuestas a estos factores no desarrollarán autismo. Estos incluyen la exposición a ciertos medicamentos durante el embarazo, la contaminación atmosférica, pesticidas y metales pesados. Además, la edad parental avanzada y las complicaciones durante el parto, como la privación de oxígeno, también se han identificado como factores de riesgo bien documentados.
El aparente aumento en los diagnósticos de autismo no es una “epidemia” causada por nuevas fuerzas externas, sino el resultado de un progreso social y médico. Una mayor conciencia pública, la expansión de los criterios de diagnóstico para incluir un espectro más amplio de síntomas y la mejora en las herramientas de detección son las explicaciones científicamente aceptadas para el aumento de las cifras. Las personas que en el pasado hubieran sido etiquetadas como excéntricas, ahora reciben un diagnóstico y, con suerte, el apoyo que necesitan.
El futuro del autismo descansa en la verdad científica
La desinformación no solo fomenta un miedo infundado, sino que desvía nuestra atención de la verdadera investigación científica y, en el peor de los casos, pone vidas en riesgo. El debate sobre el autismo no se debe librar en las redes sociales con teorías de la conspiración, sino en el laboratorio y en la colaboración global. Nuestro llamado es claro: rechazar lo falso y abrazar el rigor del consenso científico en la búsqueda de la verdad.
Las personas autistas y sus familias merecen una conversación informada y honesta, una que se base no en lo que es fácil de creer, sino en lo que es demostrablemente cierto. Es hora de reemplazar el miedo con la ciencia, y la mentira con la verdad.

José M. Santana

Economista e investigador.

Jose M. Santana Investigador Asociado del Profesor Noam Chomsky de MIT. @JoseMSantana10

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