Un crimen de lesa humanidad no siempre llega con armas ni uniformes. A veces se ejecuta en silencio, entre guantes estériles y formularios oficiales. Según el Estatuto de Roma, constituye un crimen de lesa humanidad cualquier acto —como la esterilización forzada— cometido como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil. Y añade, con una precisión que no deja espacio para interpretaciones: también lo son los actos inhumanos que causen grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o mental.
En la República Dominicana, esta violencia existe. No grita. No sangra. No deja huellas visibles. Ocurre en quirófanos “asépticos”, bajo el nombre engañoso de esterilización quirúrgica voluntaria. Voluntaria solo en el papel.
Los datos del Servicio Nacional de Salud son contundentes: en 2024, trescientas veintidós adolescentes fueron esterilizadas; en 2025, hasta octubre, ciento treinta más. No son errores ni excepciones. Son cifras que se repiten como un ritual administrativo aplicado sobre cuerpos que todavía no han terminado de crecer. Y aun así, no son todas. Hay registros que desaparecen, filas borradas de los repositorios oficiales, silencios que se archivan como si el olvido pudiera curar la herida. Pero el silencio no cura. El silencio encubre.
Esto no es atención médica. Es violencia institucional ejercida sobre mujeres en ciernes. No existe ninguna razón médica que justifique una esterilización irreversible en una menor de edad. Ninguna. Los discursos que apelan a la discapacidad o a supuestas condiciones “incompatibles con el embarazo” no resisten el análisis ético ni científico.
Una menor de edad no puede consentir la pérdida definitiva de su capacidad reproductiva. No tiene la madurez legal ni vital para comprender la magnitud de esa decisión. Quitarle esa posibilidad no es prevención ni cuidado: es una violación de sus derechos humanos más básicos, una agresión contra su futuro y su autonomía.
Cuando una política pública decide qué cuerpos pueden reproducirse y cuáles no, deja de ser una política de salud y se convierte en una herramienta de control. En el instante en que el Estado impone el “para siempre” sobre quien no puede consentir, cruza una línea que lo separa de la protección y lo ubica en el terreno del abuso.
Esterilizar a una menor de edad no es una decisión médica. Es una condena. Es violencia institucional que anula proyectos de vida y perpetúa desigualdades. Quien lo permite o lo justifica no está protegiendo a nadie: está participando, activa o pasivamente, en un crimen de lesa humanidad.
Y frente a eso, no hay neutralidad posible.
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