Los antiguos decían que Cronos devora a sus hijos. Seguramente lo dijeron por nosotros, no por ellos. Tú, él, nosotros, vosotros, ellos y yo, atados al correcorre cotidiano, avanzamos al ritmo de un tiempo que no nos espera. Todo se acelera: la vida, el trabajo, las relaciones. Y nosotros… corremos.
En esta era fecunda por su rosario de vorágines, —digna de la arché de Heráclito de Éfeso y no de la liquidez moderna de Zygmunt Bauman—, el filósofo y sociólogo alemán Hartmut Rosa[1] se ha convertido en una voz indispensable. En Social Acceleration. A New Theory of Modernity (2013) y Resonanz: Eine Soziologie der Weltbeziehung (2016), diagnostica una civilización que corre sin rumbo y propone algo radical, fundamental: volver a sentir el mundo.
La suya no es una moral de mandamientos, sino una orientación vital. “Una vida lograda no consiste en la acumulación de experiencias, sino en la capacidad de entrar en relación con aquello que nos afecta”. Y, para mayor precisión, reafirma que vivir bien no consiste en correr más rápido, ni saltar más alto, sino en volver a vibrar. “El mundo solo cobra sentido cuando nos devuelve una voz, cuando sentimos que responde a nuestro llamado”.
Aceleración: la trampa de la modernidad
Vivimos bajo el imperio del tiempo. La promesa de libertad que trajo la modernidad se ha convertido en una jaula. “La promesa de la modernidad es que la aceleración nos liberará, pero su cumplimiento nos encadena a una carrera sin fin”.
La velocidad no solo altera nuestro entorno, pues también nos cambia por dentro. “La aceleración no es simplemente un proceso técnico, sino una estructura de la experiencia vital”. Lo que debía expandirnos nos encoge. Y con ello llega la alienación: el mundo deja de responder, y el yo se vacía. “El sujeto moderno se desliza sobre la superficie de la vida sin tocarla realmente”.
Aceleración y alienación
Solo existimos bajo el imperio del tiempo. Todo se acelera: tecnología, trabajo, relaciones. Pero esa supuesta libertad moderna se ha vuelto una trampa. “La promesa de la modernidad es que la aceleración nos liberará, pero su cumplimiento nos encadena a una carrera sin fin”.
Esa velocidad distorsiona no solo el ritmo externo, sino también la percepción de nosotros mismos. “La aceleración no es simplemente un proceso técnico, sino una estructura de la experiencia vital”. La velocidad, lejos de ampliar el mundo, lo reduce.
Y con la aceleración llega el mutismo del mundo: nos desconectamos del entorno, de los otros, del sentido. “La alienación comienza cuando el mundo deja de responder”. Cuando el mundo calla, el yo se vacía. “El sujeto moderno se desliza sobre la superficie de la vida sin tocarla realmente”.
La alternativa: resonar
Frente a ese silencio, Rosa propone resonancia: una relación vibrante con el mundo en la que no dominamos ni instrumentalizamos, sino que nos dejamos afectar y respondemos. “La resonancia no es armonía ni fusión, sino una relación vibrante entre sujeto y mundo”.
Resonar implica cuatro movimientos: algo del mundo nos toca; respondemos auténticamente; nos transformamos; y reconocemos su indisponibilidad. “El intento de controlar la resonancia la destruye; la apertura a lo incontrolable es su condición”. Al contrario, empero, “solo cuando nos dejamos alcanzar por lo que no planeamos, surge la experiencia de lo vivo”.
Donde aún puede vibrar la vida
La resonancia, como tal, surge en tres dimensiones: la horizontal, que atraviesa las relaciones humanas —la amistad, el amor, la comunidad—; la diagonal, que aparece en el trabajo, la naturaleza o el arte; y la vertical, donde buscamos sentido en la historia, la religión o la espiritualidad.
“Allí donde el mundo deja de ser mudo, comienza la posibilidad de la buena vida”. Pero el docente advierte que “no hay una esfera garantizada: la resonancia no puede institucionalizarse, solo cuidarse”. Por eso, la ética deviene en una práctica de escucha, una atención activa al latido del mundo.
Ética sin moralismo
Vivir bien no consiste en eficiencia ni rendimiento, ni en acumular experiencias, ni agotarse entre lo que es poseído. Consiste en resistir y responder. “La buena vida no es una vida sin conflicto, sino una vida en la que aún es posible responder”.
El retoño de la Escuela de Frankfurt denuncia las instituciones que asfixian la resonancia: la economía del rendimiento, la educación competitiva, la cultura del agotamiento. “Nuestra sociedad promete autonomía, pero fabrica dependencia del tiempo y de la productividad”.
De ahí que “una política de la resonancia no busca eliminar la fricción del mundo, sino restaurar su voz”. Cultivar la resonancia no es un lujo: es resistencia ética. “La resonancia florece donde hay tiempo y atención; muere donde todo debe rendir”. Y, aún más mortal, cuando se trata de uno rendirse a sí mismo.
Luces y sombras
La propuesta de Rosa ha sido celebrada y cuestionada. Axel Honneth, por ejemplo, afirma que “ha devuelto la sensibilidad a la teoría crítica, recordándonos que la justicia también requiere resonancia”. Pero Byung-Chul Han, desde otra orilla, alerta: “La resonancia de Rosa es una nostalgia del alma; el sujeto moderno no puede resonar porque está exhausto”.
Aun así, incluso sus críticos reconocen la potencia poética y política de su diagnóstico. Entre la esperanza y el desencanto, el novel autor nos obliga a mirar de nuevo la raíz del malestar: la pérdida de nuestra capacidad de responder.
Una brújula para la modernidad acelerada
En un mundo que convierte el tiempo en recurso y la vida en rendimiento, Rosa, digno heredero de la Escuela de Frankfurt, ofrece una brújula moral: detenerse, escuchar, responder. “Solo en el momento en que algo nos habla y respondemos, sentimos que la vida vibra”.
Su propuesta no es una utopía romántica, sino una ética concreta. En tiempos de vértigo, la resonancia es un acto político: recuperar la capacidad de estar en el mundo, pero sin perder el alma.
No obstante, dado que ‘del dicho al hecho largo hay mucho trecho’, la amenaza de la modernidad y sus variantes es verdaderamente acuciante. En un santiamén, —en lo que seguimos midiendo la vida en velocidad y productividad, la convivencia en utilidad, y el valor en dinero—, Cronos nos devora sin piedad. La resonancia es nuestra última línea de defensa: detenernos, escuchar y responder; o, de lo contrario, resignarnos y desaparecer sin haber reconocido lo Inesperado.
[1] Hartmut Rosa (n. 1965, Lörrach, Alemania) es profesor de sociología en la Universidad de Jena y director del Max Weber Kolleg, en Erfurt. Considerado heredero de la teoría crítica de Frankfurt, su obra articula filosofía, sociología y ética contemporánea.
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