¿Es la modernidad sinónimo de depravación y de bajeza?

En política, por ejemplo, luce que ser moderno es estar dispuesto a hablar mentiras y a conquistar fama y éxitos con las mentiras que inventes y que pongas a correr como forma de ganar elecciones.

Los políticos de hoy no necesariamente se empeñan en la honestidad ni en la transparencia, ni transmiten una imagen de sobriedad. Para ser políticos exitosos se tiene que contar con varias denuncias por abuso y acoso sexual, agarrar a las mujeres por sus partes pudendas y poder mostrar que se es macho y se está siempre dispuesto a mostrar la hombría contra las damas. El estilo Macron ha fracasado.

Mientras más embustes se lanzan, y mientras más exageradas sean las mentiras mayor es el éxito. Porque la idea que se ha hecho la gente moderna es que de ese modo se actúa contra el sistema, contra la ineficiencia, contra la democracia, que es ya un sistema anacrónico.

Los clásicos de la política no están de moda. Están de moda los autócratas, los groseros, dictadores, indecentes y maleducados, que son los portadores de modales más acordes con lo que exige el circo mediático.

Ahora se proyectan posiciones políticas radicales, y se tiene ventajas con cualquiera de ellas, por más mostrencas que sean. El modelo de éxito está en la parte más radical de la derecha, y por eso ahora es popular ser de derecha y mostrarse como lo hacen los grandes exponentes de las extravagancias políticas, en especial si vienen de países que son altamente educados y poderosos, con mayorías que han claudicado a la decencia y la democracia.

Y lo mismo ocurre con el periodismo o cualquier modalidad de difusión de "contenidos". Mientras más irreverentes sean los medios más éxito tienen, mientras más extravagantes sean las publicaciones y opiniones que se ofrezcan más simpatías alcanzan. Apegarse a informaciones verificadas, investigar durante semanas o meses, para publica una historia carece de sentido en estos tiempos de la civilización del espectáculo. Además esas historias confirmadas, bien documentadas y tituladas sin alardes de protagonismo personal ni extravagancia, pocas personas las siguen o la redistribuyen.

Lo que tiene agarre en esta época moderna es revelar las supuestas preferencias sexuales de las personas, dar a conocer las formas de los desenlaces de parejas, las infidelidades supuestas y la forma de alcanzar los mayores placeres, como si se tratara de informaciones que tienen incidencia en la vida política y económica del país. Como si ello fuese un factor de reducción de pobreza o de calidad de la educación.

Ni las universidades, ni el gobierno, ni las iglesias, ni los intelectuales intervienen en estos factores de conductas de los consumidores de informaciones, de basura mediática o de contenidos irrelevantes. Quien decide es el público, seducido por el algoritmo adictivo, por el hartazgo de lo mismo que se repite cada día y cada semana, o porque se ha perdido de forma absoluta la esperanza en el ser humano.