Es escasa e invaluable la fortaleza emocional que se requiere para la condición de líder, en cualquier nivel y actividad.

Muchos liderazgos son abortados no por falta de talento o apoyo o visión, sino por los exabruptos, por la falta de conciliación, por subestimar las fuerzas o figuras que resultan adversas, por perder el tiempo en la beligerancia estéril, por no entender los tiempos, y porque el egocentrismo desmedido nubla la estrategia.

Las temporadas de mi vida que he pasado desempeñando funciones de Estado me han ofrecido muchas lecciones que he combinado con mis estudios apasionantes sobre la naturaleza humana. El trabajo púbico propicia la interacción permanente con mucha gente con intereses y personalidades divergentes. Por otro lado, uno está siempre bajo la lupa en cada paso que da, es escrutado hasta la médula. El poder es ver y ser visto. De todo lo aprendido, una lección caló tanto en mi espíritu, desde muy temprano. Se convirtió en una doctrina personal que raras veces transgredo.

Se trata del silencio. Mis respuestas ante cualquier tipo de ofensa, calumnia o simple crítica son sumamente escasas. Fueron decreciendo con el tiempo. En mi primera época en la vida pública, dediqué muchos párrafos a responder ataques. Mucha gente me felicitaba por esa fiereza en la defensa de mi honor y mis realizaciones. No tardé en darme cuenta de que la breve satisfacción que se experimenta con un desahogo emocional, aunque uno crea tener la razón, es insignificante al comparársele a los problemas que desatan las respuestas impulsivas.

Pero no quiero hablar de mí.

Me ha tocado conocer de mucha gente que ha empezado a asumir algún liderazgo social o alguna posición burocrática o a gozar de alguna popularidad, y sus primeros tropiezos evidentes han sido en torno a cómo reaccionar ante las críticas, tengan estas fundamentos o no.

Ninguna persona cuerda se sentiría feliz de que se le critique, ofenda, calumnie. Todo el mundo quiere recibir aplausos y elogios. Pero la dialéctica de la vida no es un jardín perfumado. En función de sus intereses, sus percepciones, sus prejuicios o su simple voluntad, la gente reacciona —y con inusitada libertad en la era digital— ante las actuaciones de los demás, sobre todo si gravitan en la esfera pública.

Responder cada crítica, o el simple hecho de estar pendiente de cada una, es un desgaste que no debería permitirse quien necesita demasiado sus energías para cumplir con grandes responsabilidades o simplemente perseguir sus aspiraciones sin perder el enfoque. Esto no significa que se blinde uno de las voces negativas en aras de obviar la percepción que tiene la sociedad sobre nosotros. El líder debe monitorear con agudeza la narrativa mediática que construye. No obstante, debe saberse que la vida pública implica una exposición mayor que la solitaria individualidad de quien no está ante los reflectores. Y esa exposición, si es digna de ser atacada, va bien.

Lo natural es uno mandar al diablo a la gente cuando se es confrontado. Lo he hecho alguna vez. Se siente bien. No dura mucho ese gozo. Es, al final, amargo y trae devastación.

Conforme a muchos tratadistas sobre marketing político, hay momentos en que sí resulta de utilidad responder, dependiendo del nivel de quien haya empezado el debate o la acusación. Si el ataque proviene de una persona de mayor nivel que quien recibe que el ataque, una respuesta mesurada, firme y hasta con un toque de relajación puede elevar a una figura, porque está recibiendo la atención de alguien que lo está elevando a su nivel al dedicarle su atención.

Sería recomendable que la decisión de responder o no una crítica fuera tomada con serenidad y con la asesoría de expertos o simplemente de personas de confianza. Es obvio que estoy diciendo algo que casi nadie hace. Y por eso casi nadie tampoco llega a la cima del liderazgo, aunque tenga muchas cualidades para ascender. La impulsividad suele ser nefasta.

Lo natural es uno mandar al diablo a la gente cuando se es confrontado. Lo he hecho alguna vez. Se siente bien. No dura mucho ese gozo. Es, al final, amargo y trae devastación.

La mayoría de los ataques buscan atención; buscan que la persona atacada, al defenderse por instinto y sin reflexión, se haga eco de esas voces negativas que de otra manera quizás pasarían rápidamente al olvido. La atención de un líder debe ser sagrada y cara. No se regala. Dependiendo de donde venga el ataque, su contenido y la oportunidad que represente, el líder deberá mirar hacia otro lado o sopesar, desde la distancia emocional, desde la difícil objetividad, si dará una respuesta, una que le sume o a que, al menos mitigue daños, pero nunca una que le reste.

Juan Hernández Inirio

Escritor, profesor y gestor cultural

Juan Hernández Inirio es escritor, profesor y gestor cultural. Nació en La Romana, República Dominicana, en 1991. Ex director provincial de Cultura de La Romana, fundador de la Feria del Libro de esa ciudad y de la Fundación Modesto Hernández (MODHERNA). Es Licenciado en Educación mención Letras, Magna Cum Laude, por la Universidad Dominicana O&M. Tiene un máster en Cultura Contemporánea: Literatura, Instituciones Artísticas y Comunicación Cultural por la Universidad Complutense de Madrid y la Fundación Ortega-Marañón. Ha publicado los libros Cantar de hojas muertas, Musa de un suicida, El oráculo ardiendo, La insurgencia de la metáfora. Treinta poetas de los años sesenta y El nieto postizo. Textos de su autoría han aparecido en periódicos, revistas y antologías latinoamericanas. Ha dictado conferencias en República Dominicana, España e Italia. Su trayectoria le ha merecido diversos galardones, entre los que se destacan ser declarado como ¨Hijo distinguido de La Romana¨ en 2017 por el ayuntamiento de esa ciudad y ser reconocido por la Academia Dominicana de la Lengua en 2019. jhernandezinirio@gmail.com

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