Ascenso a la Presidencia. Antecedentes

Como resultado del plan de retiro de los marines que ocupaban el país desde 1916, Horacio Vásquez, líder del Partido Nacional, ocupó la presidencia en julio de 1924, y Federico Velázquez, cabecilla del Partido Progresista, la vicepresidencia. Para Luis Felipe Mejía, diputado horacista por San Francisco de Macorís, con el nuevo gobierno renacía el anhelo por la democracia dominicana, que se fortalecía con su respeto a la libertad de expresión aprovechado por los periódicos opositores Listín Diario, La Opinión y La Información, y con la conducción del país sin persecución, presos ni exiliados políticos.

Gracias al clima de seguridad ciudadana se ejecutó un programa de obras públicas con recursos de un préstamo de 2,5 millones de dólares concertado en 1925, y otro por diez millones aprobado a finales de 1926. Otras fuentes de ingresos fueron la emisión de bonos y los buenos precios de los productos de exportación. Dicho programa incluyó, entre otras, la extensión y construcción de carreteras, de hospitales, del acueducto y sistema cloacal de la capital, el dragado de puertos, edificios de varios niveles, canales de riego, atención a la agricultura y la creación de colonias agrícolas en la frontera. En cuanto a la educación, se reabrieron las escuelas, se fundaron escuelas normales y se reconstruyó un local para la Universidad de Santo Domingo ubicado en la calle arzobispo Nouel.

Inspirados en la estabilidad del gobierno, en abril de 1927, los horacistas plantearon la extensión del periodo presidencial hasta agosto de 1930. Su petición se apoyaba en la idea de que, al ser electo Horacio Vásquez en 1924, la Constitución vigente era la de 1908, que establecía seis años para la presidencia, y no contemplaba la vicepresidencia. Aprobada esta solicitud, Velázquez renunció a la vicepresidencia. Su reemplazo fue José Dolores Alfonseca, quien simuló desconocer el incremento del clientelismo político, los actos dolosos en la construcción de obras públicas y la aprobación de empréstitos.

El cuartelazo del 23 de febrero

En octubre de 1929, el ministro de Hacienda Martín de Moya y el vicepresidente   Alfonseca justificaron la reelección del Presidente. Su decisión enfrentó a los horacistas con Federico Velázquez, quien pasó a la oposición apoyado por pasados seguidores de Juan Isidro Jimenes, y de los partidos Nacionalista y Obrero Independiente.

El deterioro de la popularidad y la salud del Presidente, y los efectos de la crisis mundial de 1929, facilitaron la oposición de otras fuerzas al continuismo horacista. Se trata de la alianza de Rafael Estrella Ureña, ministro del gobierno y líder del Partido Republicano; con el general Rafael Leonidas Trujillo Molina, protegido del presidente y jefe del Ejército. En calidad de republicano, Joaquín Balaguer se atribuyó la autoría del manifiesto que justifica el plan golpista.

Estrella Ureña concibió la rebelión como un movimiento cívico, reflejo de su reconocida posición nacionalista, aunque el civismo no contaba donde mandaba Trujillo. En sí, se trató de un cuartelazo iniciado el 23 de febrero en Santiago con el ataque simulado del general José Estrella a la fortaleza San Luis. Logrado el control sin resistencia de La Vega, Moca y Bonao, Estrella Ureña llegó a Santo Domingo el 26. A su llegada, Trujillo tomó el control militar y político del golpe, y se concentró en su meta: tomar la presidencia.

Elecciones del 16 de mayo

El 1 de marzo, Horacio Vásquez y Rafael Estrella Ureña, con la mediación del estadounidense Charles Curtis, lograron un acuerdo que resolvía la crisis de manera institucional. El mismo reconocía los actos del 23 de febrero y establecía la renuncia del presidente luego de nombrar a Estrella Ureña como secretario de lo Interior y Policía, y de poner en vigor la Ley Electoral de 1924. Dos días después, Estrella Ureña asumió la presidencia ante la Asamblea Nacional y el cuerpo diplomático.

La renuncia de Horacio Vásquez provocó la formación de dos bloques con el fin de participar en las elecciones fijadas para el 16 de mayo. Por un lado, estaba La Confederación, con Trujillo como candidato a la presidencia y Estrella Ureña a la vicepresidencia, apoyados por militares, antiguos jimenistas como Desiderio Arias y Elías Brache, y parte de la elite cibaeña. Por el otro estaba la Alianza Nacional Progresista, con Federico Velázquez como candidato a la presidencia y Ángel Morales a la vicepresidencia. A pesar del interés de Horacio Vásquez, muchos de su partido no cumplieron la alianza.

Los aliancistas trataron de sacar provecho de la condición social de Trujillo, rechazando sus aspiraciones con la consigna despectiva: No puede ser, creada por el dentista Enrique Aybar, quien pronto pasó al trujillimismo. Contra este lema, Trujillo presentó la imagen de un hombre nuevo, desligado del pasado y de la montonera. Con la expresión: se acabó la ñoñería, proponía el imperio de la ley aplicada con mano dura.  Su liderazgo atrajo el apoyo de los intelectuales Federico Henríquez y Carvajal, Cayetano Armando Rodríguez, Arístides Fiallo Cabral, Francisco Henríquez y Carvajal, Max y Pedro Henríquez Ureña, Pellerano Sardá, director del Listin Diario; Elías Brache, Andrés Cordero, José M. Bonetti, Joaquín Balaguer, Luis Felipe Mejía, quien luego le adversara.

Trujillo impidió la movilización de los aliancistas con el uso de las bandas paramilitares conocidas como La 42, en la capital; y la 44, reactivada por él en los pueblos desde 1929. El acoso era tan brutal que decidieron no participar en las elecciones el 15 de mayo, una semana después de la renuncia en pleno de la Junta Central Electoral, y la imposición, en lugar de Domingo Estrada, del trujillista Roberto Despradel como presidente. En esas condiciones, Trujillo logró el 99% de los votos emitidos por el 55% de los electores.

Instalación de la dictadura 

Luego de la celebración de las elecciones, el presidente electo continuó la represión contra sus adversarios, lo que provocó la primera ola de exiliados antes de juramentarse el 16 de agosto. Desde la primera quincena de junio, Ángel Morales, Martín de Moya, Pedro A. Ricart, Gustavo A. Díaz, Pedro A. Lluberes, Sergio Bencosme, salieron con destino a Puerto Rico. Seguidos por Federico Velázquez, Leovigildo Cuello, Virgilio Vilomar, y el coronel Alfonseca. La misma suerte siguió corrió Luis Felipe Mejia, quien se preguntaba en 1944 si regresaría a su amado país, sorprendiéndole la muerte en Caracas (1971). Estos, como los demás proscritos, pasaron grandes penurias, algunos terminaron, como dijera Federico Velázquez, vencidos por la muerte, pero no doblegados por el tirano.

El programa de instalación del nuevo gobierno se extendió hasta el 19 de agosto. Inició el 16 a las cuatro de la mañana, con bandas de música, casas y calles adornadas, desfiles, fuegos artificiales y conciertos musicales. Como hoy, estuvieron en primer plano el tedeum, el desfile militar, el traje blanco, los bailes fastuosos, el cuestionamiento de la política criolla por el presidente entrante y su perfil de ciudadano ejemplar. El desfile de estudiantes con ciertos fines vino después.

Los primeros en acompañar a Trujillo en el gabinete presidencial fueron Rafael Vidal Torres, secretario de la Presidencia; Jacinto Peynado, de lo Interior; Rafael Estrella Ureña, de Relaciones Exteriores; Roberto Despradel, de Hacienda; Antonio Jorge, de Guerra y Marina; José M. Jiménez, Fomento y Obras Públicas, Arístides Fiallo Cabral,  de Sanidad y Beneficencia; y Teódulo Pina Chevalier (su tío), de Trabajo y Comunicaciones. La mayoría eran horacistas conquistados por Trujillo o Estrella Ureña.

La fortaleza y el carácter del Presidente fueron puestos a prueba el 3 de septiembre de 1930 por el paso del ciclón de San Zenón. La capital quedó devastada y sus efectos menores llegaron hasta Boca Chica y Haina. Para mitigar el desastre, suspendió las garantías constitucionales y asumió poderes extraordinarios, lo que le facilitó el control y uso a discreción de la ayuda enviada al país a través de la Cruz Roja Internacional. Su labor de rescate se extendió hasta 1933 a pesar del descenso de las exportaciones en ese año. Por sus logros, fue ponderado por sus aduladores como el gran constructor que superaba el pasado e iniciaba una era llena de gloria. Por eso caló la consigna que lo situaba como el benefactor de la patria, a pesar de que, a cambio de la estabilidad presupuestaria del Ejército, disminuían los empleos, la salud y la educación.

Apropiación de las riquezas

En el ensayo La economía dominicana durante la dictadura de Trujillo, Manuel Linares, economista y académico, sostiene que la economía dominicana tenía como rasgo esencial la concentración monopolista de Estado basada en la extorsión, y en Trujillo como propietario principal. Sus haciendas superaban la docena durante los primeros quince años de gobierno, y seis de sus hermanos tenían por lo menos dos. La extensión de sus propiedades, y de los que se les permitía este beneficio, crecía sin parar con la ocupación de las fincas colindantes por despojo o comprándolas a precio indigno. Si se toma en cuenta el robo de sus ganados y la incapacidad de competir con los nuevos terratenientes, se concluye que al pequeño propietario solo le esperaba la deuda que conducía a la ruina.

Como resultado de la concentración de la propiedad, a finales del decenio 1930, Trujillo tenía el monopolio de la carne, la leche, el café, el cacao, el tabaco, la sal, el aceite, el arroz, de la venta de artículos de ferretería y seguros de accidente, y otros. El cultivo y los buenos precios de los primeros renglones refleja que la burguesía comercial y agrícola vivía un buen momento tutelado por el dictador, cuya fortuna superaba ya los 30 millones de dólares.

El sector industrial corrió la misma suerte. Por la persuasión o la fuerza, el déspota debía ser dueño absoluto, o tener por lo menos el 51% de las acciones de las empresas adquiridas con el dinero expoliado al pueblo. En casos excepcionales, cuando sus operaciones eran deficitarias eran traspasadas al Estado y al recuperarse, volvían a su patrimonio. En este renglón, la transacción más esperada fue la que le dio el control del sector azucarero entre 1947 y 1956, periodo en que logró el 80% de sus operaciones industriales y el 60% de la parte agrícola. En lo que respecta al comercio, baste con decir que las compañías que operaban de manera privada fueron disueltas en 1954 y que se reservó el 51% de las operaciones del sector al dictador. Con medidas como esta, sostuvo José Ramón Cordero Michel en 1954, Trujillo anuló el desarrollo natural de la economía.

Las finanzas públicas        

En julio de 1940, Trujillo saldó la deuda del país con los Estados Unidos, que era de 9,2 millones de dólares. Como forma de pago, dispuso de un millón de dólares del presupuesto público y la emisión de bonos ascendentes a la diferencia a pagar a los tenedores en 17 meses con una tasa de 5% de interés. Como afirma el economista Juan Taveras, con esta modalidad la deuda externa pasó a ser interna, de modo que, sostiene Cordero Michel, para pagarla se cargó al pueblo con fuertes impuestos que iban a los bolsillos de Trujillo. La operación fue una estafa, no un acto patriótico como se cree.

Cumplido este requisito, en septiembre de 1940 los Estados Unidos autorizaron la firma del tratado Trujillo/Hull, que devolvió el control de las aduanas al país, comprometidas desde 1907. Recuperada la autonomía de la economía, con sus excedentes y los recursos generados por los altos impuestos para el pago de los bonos, en octubre de 1941, el gobierno compró el National City Bank, pagando altas comisiones al Jefe; y lo convirtió en el Banco de Reservas de la República Dominicana, seguido del Banco Central en 1947. Subía la popularidad del dictador, a pesar de que, en poco tiempo, las reservas del BR bajaron doce millones de dólares y casi dos los depósitos de ahorros. ¿A qué bolsillos llegaban?

El historiador estadounidense Theodor Draper, en “La dinastía de Trujillo”, artículo publicado en 1952 en la revista cubana Bohemia, presenta este balance de la dictadura:

“Cerrar los ojos al hecho de que ha librado de deudas al país y ha estabilizado la moneda, que ha construido obras públicas, que ha explotado un favorable balance comercial, que creó una nueva clase media e inauguró nuevas industrias, y que ha dado décadas de estabilidad política, es subestimar la naturaleza del mal moral que representa. Estos beneficios han llegado al 10% de la población, dueña del 90% de la riqueza material. Sin libertad de pensar ni de palabras…” 

Trujillo: ¿benefactor o perturbador de la patria?

 El Congreso Nacional, en sesión celebrada en Santiago en noviembre de 1932, aprobó distinguir a Trujillo con el título de Benefactor de la Patria; este homenaje fue repetido en 1955 al nombrarle Padre de la Patria Nueva. Tal vez insatisfechos con estos títulos, sus alabarderos agregaron el de Salvador de la Patria, superando como redentor las bondades y paternalismo de los anteriores.

Durante el régimen del Big Boss, como llamaban al dictador en ciertas esferas estadounidenses, el pueblo dominicano fue sometido a un sistema de adoctrinamiento alienante y a controles ilimitados. Para esos fines estaba el Ejército, cuyo presupuesto representó el 15% del presupuesto nacional en 1936, y superó el de tres ministerios juntos en 1950. Le seguía el Partido Dominicano, reconocido con el lema: rectitud, trabajo y moralidad. Fue ideado en 1931 por los congresistas Mario Fermín Cabral, Augusto Chotin y Manuel de Jesús Castillo, junto a los ministros Rafael Vidal y Teódulo Pina Chevalier (tío del Generalísimo); estar en sus filas era obligatorio a partir de los 16 años de edad. Como nota rara, vale señalar que se le dio carácter legal en la Constitución de 1955, y como dato asombroso, destacan sus recaudaciones por deducción del 10% de los sueldos de los empleados públicos ascendentes a millón y medio de pesos en 1952, mientras el 47% de los empleados de la capital ganaban un peso con cincuenta centavos al día.

La Cartilla Cívica completa el trío de recursos de adoctrinamiento y control por excelencia.  Esta fue escrita en 1932 por Ramón Emilio Jiménez, aunque el dictador aparece como autor, como ocurrió con muchas otras. Fue aprobada como texto por basarse en valores como el amor, el orden, la felicidad, los estudios, el amor a Dios y al Generalísimo. Con el mismo rol, funcionaron la Guardia Universitaria, los Comisionados Especiales, la Reserva Cívica, la Juventud Trujillista, el registro de la cédula, la red de informantes, el Servicio Militar Obligatorio y otros. Luego funcionó el Servicio de Inteligencia Militar (SIM).

Las referencias a Trujillo en estas instancias eran casi tema único. En ellas no solo se hablaba del Benefactor, Padre o Salvador de la Patria, sino del restaurador financiero, del leal y noble campeón de la paz mundial, del jefe, del protector de los trabajadores, aunque trabajaban gratis en sus haciendas; del perínclito, del generalísimo, genio de la paz, héroe del trabajo, paladín de la democracia, primer maestro, primer doctor y primero en todo.

Además de los títulos recibidos y exhibidos sin haber completado la primaria, está el cambio del nombre de la capital por Ciudad Trujillo, o Ciudad Chapita, como decían sus adversarios; más las provincias Libertador, Benefactor y San Rafael; y el cambio de Peravia por José Trujillo Valdez, su padre, y el María Trinidad Sánchez por Julia Molina, su madre. Al margen, coloquemos las condecoraciones logradas por sus cabilderos y las prendas de vestir que, según Robert Crasweller, eran incontables.

Con estas puntualizaciones se corre el velo de un ego, si no enfermo, megalómano, que con sus excesos quebrantaba el orden moral, o degradaba la patria, como dijera Carmita Landestoy en 1946. Sus delirios por tener, más que por ser; por mandar sobre obedecer, y por la presencia de su imagen en las casas y hasta en las pocilgas más remotas, semejan la realidad a un mundo de ficción, de un terreno fértil para las mentes de narradores tan autorizados como el que nos dibujó en ´La fiesta del chivo´. En sí, el adoctrinamiento y control de Trujillo perturbaron los cimientos de la patria, pero no la condujeron a su mundo envilecido, lleno de mentiras como el de los pasquines infamantes del foro público y del culto a la personalidad. Entre los que desde temprano salieron al exilio, y en diferentes momentos quisieron retornar como expedicionarios de la libertad; como en los que se quedaron en silencio, pero sin miedo, siempre estuvo la patria. Todo está claro. Más que benefactor, el tirano fue un perturbador del sentimiento patrio, un malefactor, como expresara el cubano Raúl Roa en los años 50 sin permiso de la Academia Española de la Lengua.

Entonces, ¿cómo hablar de benefactor, cuyos sinónimos son bienhechor, filántropo y protector; si Trujillo, como señala Juan Bosch en Causas de una tiranía sin ejemplo: fue el amo de las tierras, de los bancos, de las fábricas, de los negocios y el amo de los hombres?

Héctor Luis Martínez

Historiador y educador.

Héctor Luis Martínez, historiador, editor y educador dominicano. Profesor titular de la cátedra de Historia Dominicana. Ha colaborado en las revistas Clío, de la Academia Dominicana de la Historia; País Cultural, del Ministerio de Cultura; Ecos, del Instituto de Historia (UASD); e Historia, del Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Articulista invitado de los periódicos Listín Diario, Hoy y El Universitario.

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