La primera vez que leí Cien años de soledad, ya andaba dentro del mundo de la creación. Admito impregnarme de una grata sensación, la que me causó la lectura de sus primeros párrafos, sus interminables capítulos, era como un Aladino ante el hallazgo de su lámpara mágica.
Luego, esa sensación inicial se extendió en asombro ante la hechura de unos personajes que pretenden ser comunes a ojos de la cotidianidad y que se visten, aún en nuestros días, con el artificio de creencias, mitos, fantasías y supersticiones propias del entramado colectivo, geográficamente caribeño.
Sin temor de alardear, una de sus mejores construcciones, además de la vitalidad operada en una especie de aldea retrógrada, que aprende a crecer con el transcurrir, se enmarca dentro de la textura de Remedios, La bella, la deidad de carne y hueso que desde un principio marcó diferencias con los otros, y los otros se distanciaron de aquella imagen etérea, carcomida por ruidos conductuales, cuya intervención final se cubre, cual masa astral subyacente, de una realidad irreal mediante la asunción en vida, un aspecto recreativo, visualizado en torno a la ascendencia de Jesús de Nazaret, tras su resurrección.
¿Qué nos dice el autor con este personaje, que por momentos parece salido de un cuadro surrealista, donde priman diversas posiciones existenciales dadas entre lo interno y externo de cualquier superficie material, pero de alguna manera sopesadas en la subjetividad mítica, filosófica y religiosa puestas en medio de la erupción de un volcán?
Desde la óptica particular, Remedios, la bella, no es más que las dos dimensiones que, desde el momento del nacer, acompañan al alma en su encarnación descendente, armónica y equilibrada. Tanto que la bondad y la maldad en extremos nos muestran los estados paliativos del ser, el área más blanca, ingenua, que se perfila a través de la ascensión al cielo de Remedios viene siendo el paraíso en un reino habitado por ángeles, seres de distintos campos energéticos y, en consecuencia, de la fuente creadora que es Dios, obviando, por lo menos en ella, el paso de las tinieblas. Mayormente, en el espectral inframundo mora lo oscuro, y dentro de esa oscuridad hallamos a los seres que interactúan en la tierra, movidos por sus destinos.
Se dio, al leer Cien años de soledad, podemos llamarlo, si se quiere: un enamoramiento febril, que nada tenía que ver con amores platónicos si tomamos en cuenta la piramidal estructura en que el autor hubo de concebir dicha pieza, cuya gracia se centra en introducirnos hacia una atmósfera de sensaciones cálidas, olfativas, gustativas, táctiles y decepcionantes en otras.
Dentro de esa hegemonía emocional, el autor crea un cordón umbilical con el que ata sensibilidades y debilidades humanas hasta llegar a la médula final de un tejido decadente en la decrepitud con el otro yo, que es el ser espiritual conectado con su dualidad física. En ese sentido, no descartamos que la novela de García Márquez, publicada por primera vez en el año de 1967, se haya nutrido, en gran media, de arquetipos con los que, estructuralmente, se concibió a Los Bucdenbrooks, una de las novelas más importantes de Thomas Mann. (1)
De acuerdo al organigrama en que están pautados los personajes de Cien años de soledad, comenzando con José Arcadio entrelazado con el coronel Aureliano Buendía, frustrado por sus fracasos en combates, seguido de Úrsula Iguarán hasta terminar con la última semilla de descendientes, quienes dan la sensación de gravitar en una dimensión paralela a la nuestra, tenemos la oportunidad, todo aquel que leyó la novela, y los que están en curso de leerla en este siglo XXI, según sus situaciones coyunturales, de identificarse con muchos de sus personajes luminosos en un principio, pero al final de las etapas de cada uno, advertimos su desfiguración, hundimiento personal al interactuar en una atmósfera desintegrada conforme el trayecto del tiempo, que en Macondo, como si fuese dibujado en la morfología de otro planeta, las manecillas del reloj no giran aunque parezcan marcar ritmo.
Es ahí donde descansa el misterio de toda novela trascendente, fuera de tiempo, virtud que acompaña a este clásico de la literatura latinoamericana, articulada hacia lo real fantástico.
Digamos que en el espacio terrestre de Macondo existe el hoy, fruto del pasado con su doloroso devenir siluetado en la muerte, sólo en la muerte, que no es el fin de la vida si la confrontamos en un plano espiritual. Existe, también, la lluvia casi ininterrumpida en la que el autor juega con las eras, trastocando, intertextualizando civilizaciones con este elemento: el agua purificadora y destructiva, que se formó durante la construcción del mundo con las distintas edades evolutivas ante el surgimiento de las especies, teniendo como foco principal al hombre.
Dicho así y anteponiendo las complejidades de ambos géneros, varón, hembra, forjando en esta novela una totalidad en medio de la singularidad particular, que nos impacta desde su inicio, podemos decir que Cien años de soledad logró traspasar las cortinas de la enajenación intelectual marcando su paso con grandes aciertos que verificamos desde su párrafo inicial:
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo", (fragmento)
La segunda lectura, que la vida permitió que trazara en torno a la novela de Gabriel García Márquez, me condujo a forjar, en torno a ella, la simple pregunta: ¿Por qué Cien años de soledad se convirtió, de la nada, en una de las novelas más traducidas y leídas en un momento de revoluciones artísticas, en todo el sentido de la palabra, y de movimientos sociales como huelgas industriales y dictaduras desde mucho antes de mediados del siglo XX.
Podemos, a modo de esquematizar, dirimir la siguiente respuesta:
Cien años de soledad logra romper paradigmas establecidos con respecto a la interioridad verdadera de la gente que nace en un suelo marginal , subyugado y subestimado por el imperialismo de occidente visto en el engranaje accionar y cultural con que, miméticamente, ha sido prefigurada desde afuera esta estructura poblacional de parte de una urbe colonizadora, capitalista, continental, surgida de Europa, Estados Unidos y Asia, que hasta nuestra era, desacertadamente globalizada e industrializada por zonas francas, no admite que los denominados países del tercer mundo se levantaran de las cenizas por sí mismos con una especie de clamor salvador, de dignidad y valentía al asumir una posición reivindicadora, tal como el acontecer histórico de cada generación, de pueblos motivados a salir de sus inconscientes adormecimientos.
En un lenguaje alegórico, Cien años de soledad es ese empuje hacia un despertar colapsado ante un desbordante monopolio consumista con respecto a dos palabras: oferta y demanda. Un ejemplo de ello se ajusta a sucesos trágicos acaecidos en Colombia, en 1928, en lo que se denominó "La masacre" de las bananeras, donde en la novela quedan plasmados en detalles los pormenores de por qué miembros del ejército de ese país, en defesa de una compañía norteamericana (United Fruit Company), cegó la vida a decenas de obreros que, dentro de la compañía bananera, exigían respeto a sus derechos laborales. El dato arrojado por García Márquez, de forma consecutiva, es más que suficiente para decirnos por qué la ficción puede ser tan o más real que la realidad.
Cabe destacar, a nivel literario, que muchas generaciones crecieron, se desarrollaron en medio de debates, prólogos, artículos, ensayos, conferencias, foros, buscando cada quien la esencia más pura de esta novela, que vio la luz como si estuviera programada, a través de su autor, dentro de una concepción divina.
Tal vez son más las afinidades que unen a una Latinoamérica orgullosa de este libro mágico, que ciertos pareceres de algunos detractores, quienes la insinúan de insustancial en procura de restarle mérito.
Sea como sea, los hijos actuales de esas esferas telúricas serían, en un futuro cercano, los nuevos líderes de Estado, de las nuevas compañías y corporaciones digitales y hasta cierto punto, emancipados por la emigración, ocupación y desarrollo tecnológico. Quizás, en un abrir y cerrar, estas generaciones, perdidas dentro del laberinto que suponen sus egos, dejaron de lado esos introitos de vanguardia, de lecturas apasionadas en narrativas coloridas hacia dentro, clásicos impresos, y todo por encerrarse en una contemporaneidad lejos de pertenecer a un siglo de luces.
No cabe dudas, Cien años de soledad, bajo los hilos nocionales de una vivaz técnica, esmaltada en el fluir de una prosa rítmica de la efervescencia de Gabriel García Márquez, forma parte selecta, junto a otros gloriosos escritores postmodernos, de una generación cautiva, de esa era de esplendor, patriótica, irreverente, pero, sobre todo, de puntuales hazañas creativas.
Nota al margen.
1-Thomas Mann, escritor alemán de una prosa e ingenio único y exponente del modernismo.
En el año 1901, sale a la luz Los Buddenbrook.
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