Leer Las elegías de Duino de Rainer Maria Rilke ha sido una experiencia profundamente transformadora. A pesar de lo complejo que puede parecer su lenguaje, sus versos me tocaron como si alguien dijera en voz alta pensamientos que yo misma había sentido en silencio. Rilke no escribe para adornar la vida, sino para desnudarla, con todas sus contradicciones, dolores y maravillas. En estas diez elegías, sentí que hablaba de mí, de mis miedos, de mis pérdidas, de mi necesidad constante de comprender lo que parece incomprensible.
Desde el inicio, la obra nos pone en una situación de vulnerabilidad existencial. La Primera elegía empieza preguntándose: “¿Quién, si gritara yo, me escucharía en los celestes coros?” (Rilke, 1923, p. 1). Esa frase me estremeció. Porque, ¿cuántas veces no hemos sentido que nadie nos escucha de verdad, ni siquiera cuando gritamos por dentro? A mí me pasó cuando murió una persona que amaba profundamente y sentí que mis palabras no tenían peso, que la vida seguía como si nada. Esa sensación de insignificancia frente al universo aparece una y otra vez en la voz del poeta.
Pero también hay belleza en esa pequeñez. Rilke dice que la belleza es “el nacimiento de lo terrible” (Rilke, 1923, p. 1), y esa paradoja me enseñó a aceptar que lo doloroso también puede ser hermoso. Como cuando veo fotos de mi padre que ya no está, y siento tristeza y gratitud a la vez. Es una mezcla que no había sabido nombrar hasta que leí estos versos. Rilke logra que uno sienta sin necesariamente entender del todo, y eso es parte del encanto de su poesía.
Una de las reflexiones que más me marcó fue sobre el amor. La Segunda elegía me hizo pensar en cómo los seres humanos, a diferencia de los ángeles, necesitamos aferrarnos a lo material, a los gestos, a la presencia física del otro: “Y la sonrisa, ¿a dónde va?” (Rilke, 1923, p. 3). Esa línea me recuerda a una antigua amistad en la que, cuando se terminó, no extrañaba tanto las palabras, sino los pequeños detalles: cómo no reíamos juntas, cómo me tomaba en cuenta en cada plan. Todo eso se desvaneció como si nunca hubiera ocurrido. Rilke pone en palabras esa sensación de pérdida que, aunque sutil, pesa.
Otro de los temas que atraviesa estas elegías es la muerte. No como algo trágico y final, sino como parte de un proceso. En la Primera elegía, se lee: “Y es penoso estar muerto y trabajoso ir recobrando poco a poco un mínimo de eternidad” (Rilke, 1923, p. 2). Esto me hizo pensar en cómo, incluso vivos, a veces morimos un poco con cada despedida, con cada cambio. Recuerdo que una vez mi papá me contó lo que pasó al dejar su hogar de infancia: aunque no hubo muerte física, sintió que algo dentro de mí ya no volvería a ser igual. Pero al mismo tiempo, empecé a ver el mundo con otros ojos, y en ese proceso también renací.
Rilke también habla del cuerpo, de lo animal que habita en nosotros, especialmente en la Tercera elegía, donde describe al amante como alguien que “bajó a la antigua sangre, a los abismos, hogar de lo terrible” (Rilke, 1923, p. 5). Esa parte me hizo pensar sobre cómo nuestras emociones más profundas no siempre vienen de lo racional, sino de algo más antiguo, más instintivo. Me recordó cómo a veces reacciono de maneras que no entiendo del todo, como si algo más viejo que yo misma tomara el control. Es una forma de reconocer que no somos tan simples ni tan modernos como creemos.
Las elegías también tienen una dimensión espiritual. No en un sentido religioso cerrado, sino como una apertura al misterio. En la Séptima elegía, el poeta dice: “Nunca fue, amada, el mundo sino nuestro interior. Que nuestra vida sólo es transformación” (Rilke, 1923, p. 11). Eso me confrontó y pensé en cuántas veces buscamos respuestas afuera, cuando en realidad todo lo importante ocurre dentro de nosotros. La idea de que el mundo es un reflejo de nuestro estado interno me ayuda a entender por qué, a veces, lo mismo que antes me parecía bello ahora me resulta indiferente. Porque cambié yo, no el mundo.
Lo más fascinante de esta obra es que no ofrece respuestas claras. Y, sin embargo, consuela. Porque da lugar a la duda, al dolor, a lo incompleto. Me ayudó a entender que no tengo que entender todo. Que está bien sentir miedo, que está bien estar sola a veces, que está bien no saber hacia dónde voy. Las elegías de Duino no son poemas para leer una sola vez, ni para entender de una sentada. Son versos a los que uno vuelve cuando el alma está inquieta, como quien regresa a casa después de mucho tiempo.
En definitiva, Rilke me mostró que vivir es caminar sobre una cuerda entre lo visible y lo invisible, entre lo que entendemos y lo que no. Que la belleza y el terror son hermanos. Que el amor no siempre es correspondido, pero eso no lo hace menos real. Y que, aunque todo pase, hay algo eterno en lo que sentimos con intensidad. Las elegías de Duino no son fáciles, pero son necesarias. Porque nos obligan a mirar hacia adentro y a abrazar nuestra humanidad con todas sus luces y sombras.
Referencias
Rilke, R. M. (1923). Las elegías de Duino (J. J. Domenchina, trad.). Ediciones del Árbol.
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