Con afecto a Carlos Rodolfo Cruz, quien hace poco me dijo que le escribiera unas líneas a ese gran pintor que es José Cestero.

La poesía es la manifestación humana mejor festejada en el Olimpo; es esencia rayana en divinidad. La poesía es una creación cuasi divina. De ahí que le sea negado su ejercicio al común de los mortales. Sólo pueden cultivarla con acierto los seres altamente dotados en espíritu por la naturaleza. Es por ello que para crear algo cuasi divino es indispensable ser un semidiós, o, más exactamente, un poeta. La poesía es el elixir de los dioses, y los poetas son, por tanto, los únicos alquimistas que tienen la fórmula para hacer dicho elixir. Los poetas son —no hay otra forma de decirlo— seres de otro mundo, pero viven con los pies sobre la tierra, y es precisamente esa dicotomía entre divinidad y sencillez la que, por desgracia, los coloca de espaldas en el patíbulo del vulgo; es esa rareza, esa anomalía de los poetas, la que los hace propensos a recibir los fuertes y ponzoñosos latigazos de la incomprensión y la sinrazón. Nada más normal que el vulgo tilde a los poetas de raros, locos, ingenuos o fracasados, pues nadie puede elogiar con sinceridad lo que no comprende. Los poetas son seres que viven sin miedo al ridículo. Al crear poesía lo hacen con el alma y el corazón. Jamás dejan de ser fieles a su mundo interior. En términos de poesía, su recia personalidad es de una testarudez sin límites; son reacios a cualquier precepto, fórmula o receta que no responda a su mundo interior. Su corazón es su única norma inmutable e imperecedera. Están hechos de poesía y, por ello mismo, poesía es lo que respiran por doquier. Cada poeta es único y, por tanto, su particular modo de concebir el arte es igualmente único. El poeta es la poesía convertida en persona y, ya lo dijimos, el corazón es su única norma. Es el denominador común que los caracteriza. Está en todos los poetas. Por ejemplo, y sin irnos muy lejos, una muestra palpable de todo esto la podemos evidenciar en la obra del poeta José Cestero.

La obra poética de José Cestero lo coloca —con méritos de sobra— entre los más grandes poetas dominicanos de todos los tiempos. Ningún poeta vivo de la República Dominicana admite comparación con Cestero. Ninguno posee una poesía tan poderosa y personal como la suya. Ninguno es tan original. En una palabra: Ninguno es tan poeta como él. Sólo los más grandes poetas dominicanos del pasado pueden pararse, hombro con hombro, a la misma altura de Cestero. Su poesía —tan cruda, tan rabiosa y tan descaradamente personal— tiene el mismo nivel artístico que la poesía de poetas de primer orden como Juan Bosch, Manuel del Cabral y Ramón Oviedo. Es evidente que, al igual que en la obra de estos poetas, en la obra de Cestero el arte y la poesía constituyen las dos caras de una misma moneda; se fusionan entre sí y, como consecuencia, dan paso a una sola entelequia: la obra de arte. De modo que sin arte no hay poesía, y sin poesía no hay arte. Los más grandes poetas son, precisamente, los más grandes artistas. No es, pues, el tipo de arte lo que hace y define a un poeta; es su libre concepción del arte y de la vida lo que convierte al poeta en el más exótico de los seres humanos. Son dueños de una extraña cosmovisión y de una sensibilidad verdaderamente especial que, al crear, transcriben o vierten literalmente en sus poemas. Los más grandes poetas universales han creado poemas que sobrepasaron los límites de lo humano. Homero, Cervantes, Shakespeare, Miguel Ángel, Van Gogh, Rodin, Mozart, Beethoven, Paganini, Stravinski, Whitman, Kafka, Neruda, y tantos otros, son poetas cuyos poemas geniales mostraron ante el hombre que la poesía es la diosa suprema de la invención humana.

José Cestero ha creado una obra original, una obra que lo define como un poeta que no se parece a nadie. Sus cuadros no precisan de la firma para ser identificados, pues su estilo es inconfundible y claramente particular. Por eso Cestero no ha contado propiamente con discípulos. Pintar de esa forma, aunque acaso es tan fácil para Cestero, por el hecho de que lo hace a su modo y con indiferencia ante los críticos, parecería sumamente fácil y hasta se asemejaría a un trabajo en apariencia de niños, pero llevarlo a cabo sería un completo fracaso; pues más que un discípulo, quien de ese modo lo intente terminaría pareciendo un imitador. Pero muy posiblemente Cestero tendrá discípulos (pocos o muchos, pero póstumamente los tendrá, como todo verdadero poeta); su obra está destinada a permanecer y a influir en poetas de las futuras generaciones dominicanas. No es que técnicamente logren imitarlo, es que logren recibir la influencia de su arte. Su poesía está todavía muy cruda para catecúmenos y, por tanto, está no apta en lo inmediato para que sus preceptos personales entren a la academia y a las demás capillas artísticas como formas factibles de concebir un tipo de arte. La poesía de Cestero es, como la poesía de cualquier otro poeta, altamente antiacadémica. Pero, sin duda, aparecerá de cuando en cuando alguno que otro poeta novel que, ajeno a la academia, reciba, consciente o inconscientemente, influencia de la obra de Cestero.

Muchos profesores, como es normal, son indiferentes a la poesía de Cestero. Es verdad que se le menciona en uno que otro manual de la historia del arte dominicano, y algunos críticos con gran sensibilidad poética se han ocupado de él esporádicamente, pero es evidente que su nombre es tratado en el mundo académico dominicano con desdén y a tientas. Algunos de sus cuadros han corrido un poco de suerte comercial, pero Cestero no es, ni probablemente lo será jamás, un poeta comercial. Su arte es original y, por tanto, no puede ser popular, al menos en lo inmediato. Para el gran público, no hay nada más incómodo e incomprensible que lo original, lo distinto, lo que no se le parece. Van Gogh, por solo colocar un ejemplo, es ahora popular no porque su arte sea de carácter popular, ni porque sea encontrado bello o entendido en su justa medida por el gran público, sino porque, real y efectivamente, el tiempo y los expertos ya han evaluado con perspicacia y agudeza su legado, que había sido ignorado en vida del poeta y que ahora ya está consolidado.

La originalidad de Cestero ha hecho que algunos espectadores desentendidos en las artes plásticas se muestren reacios a sus cuadros, pero es simplemente porque muy poco conocen sobre el arte. ¿Cuál lector común encontrará fácil leer a Marcel Proust? ¿Cuál lector acostumbrado a leer a Isabel Allende, Paulo Coelho o Carlos Ruiz Zafón puede leer con agrado a Joyce o a Faulkner? ¿Qué lector ajeno a la literatura, o más propiamente a los clásicos, puede leer con deleite el “Ulises” de Joyce, o “En busca del tiempo perdido” de Proust? Excepciones las hay, sin duda, pero no es lo usual. Lo mismo se podría decir de Cestero, porque, por ejemplo, ¿quién que sea ajeno a la pintura observará con agrado la obra de Cestero?  De la misma manera que (al comenzar a leer) el lector simple o poco ducho encuentra el “Ulises” aburrido o mal escrito, también el espectador ajeno a las artes plásticas (al contemplar la obra de Cestero) la encontraría posiblemente fea, descuidada e infantil.

José Cestero ha caminado por terreno propio. Es un poeta y, lo quiera o no, el poeta está obligado a caminar en dirección a los horizontes de su poesía. Pero no es el poeta el que elige a la poesía, es la poesía la que elige al poeta. En consecuencia, Cestero no eligió la poesía: La poesía eligió a Cestero. Por ello a ningún poeta se le puede exigir que sea igual a otro poeta; no se le puede indicar que siga las directrices de otro. Nadie puede enseñar a otro a ser poeta. Cada corazón vive y siente diferente, y más aún cuando se trata del corazón de un poeta, que es especial y semidivino. José Cestero no puede ser Ramón Oviedo, ni Ramón Oviedo puede ser José Cestero; Cestero no puede ser Guillo Pérez, ni puede ser Alberto Ulloa, ni Darío Suro, ni Jaime Colson, ni puede ser ningún otro poeta; Cestero será siempre Cestero. No en balde es un poeta. Dostoievski no es Tolstoi, ni es Gógol, ni es Pushkin: Dostoievski es Dostoievski, y Tolstoi es Tolstoi. Cervantes no es Shakespeare; Dante no es Boccaccio; Miguel Ángel no es Rafael; Leonardo no es Donatello; el Bosco no es Velázquez; Goya no es Caravaggio, ni Rembrandt, ni Manet: Goya es Goya. Mozart no es Beethoven y Händel no es Wagner ni Vivaldi; Debussy no es Bach. Kafka no es Proust ni es Joyce: Kafka es Kafka; Vallejo no es Neruda; Huidobro no es Darío; Whitman no es Baudelaire.  Chéjov no es Maupassant ni es Poe. Y, sin embargo, todos son poetas. Algunos se influyeron entre sí, pero todos siguieron la voz interior del poeta. El poeta es él mismo, o no es poeta.

Poco importa que José Cestero, Ramón Oviedo y Alberto Ulloa fuesen contemporáneos, pues cada uno de ellos, en tanto que poetas, siguió su propia ruta. El poeta siempre busca su propio camino; está destinado a ser fiel a sí mismo. No le importa ser mejor o peor que otros poetas, no le importa ser diferente o similar a otros: el poeta sólo quiere ser él mismo, para bien o para mal. Incluso dos poetas pueden vivir juntos, o pueden ser amigos y compartir intereses y preferencias artísticas, y sin embargo jamás serán iguales entre sí. Por ejemplo: Picasso, Kandinski y Modigliani fueron contemporáneos, y cada uno siguió su propio camino, su propia voz. Van Gogh y Paul Gauguin fueron contemporáneos, admiraron casi a los mismos maestros de la pintura, compartieron el mismo alquiler durante un tiempo y ambos durante esa temporada todos los días salían al jardín a pintar, contemplando el mismo cielo y las mismas flores, y sin embargo no se parecen absolutamente en nada, precisamente porque ambos pintaron con el corazón. No en vano eran dos poetas. Bioy Casares y Borges fueron grandes amigos, escribieron juntos, colaboraron entre sí, leyeron y coincidieron en gustos de autores y libros, y sin embargo es imposible imaginar a dos poetas más distintos. Rulfo, Onetti, Carpentier, Asturias y Sábato, y también Cortázar, García Márquez, Fuentes y Vargas Llosa, fueron poetas contemporáneos y tenían en común el sentir de la realidad latinoamericana, pero cada uno siguió su propia cosmovisión y hoy día son diferentes entre sí y sin más semejanza artística (la única válida en poesía) que la de su condición de poetas.

Ciertamente, la escasa repercusión nacional e internacional de la obra de Cestero no se debe a que carece de atractivo y de calidad poética, pues, en términos de poesía, posee sin duda una dimensión artística universal e incuestionable, sino que, real y efectivamente, se debe a Cestero, esto es, a su condición de dominicano. De haber sido Cestero un estadounidense, o un español, o un italiano, acaso la acogida de su arte sería harto distinta a la acogida que ha tenido hasta el momento; de haber nacido, vivido y crecido en Estados Unidos, o en uno de los países de Europa, Cestero sería posiblemente visto como lo que es: uno de los pintores más personales y arriesgados de los últimos años. Sea como fuere, Cestero es, insistimos, el mejor poeta dominicano vivo. Otros poetas vivos de la República Dominica, como los novelistas Efraím Castillo, Marcallé Abreu y Andrés L. Mateo, o como el cuentista José Alcántara Almánzar, por ejemplo, son dignos representantes de la poesía dominicana, acaso los mejores con vida en nuestro país, pero ninguno está, desde el punto de vista del arte o la poesía, a la altura de Cestero; ninguno es tan arriesgado, osado y personal como él. Ninguno es tan fuerte y original. En términos de originalidad, a todos ellos los ha dejado atrás, y sin embargo son buenos poetas dominicanos.

José Cestero ha cultivado una poesía cuyos versos pictóricos se adhieren a lo grotesco y arabesco. Es una poesía esperpéntica, inquietante, perturbadora. Es una poesía incómoda y difícil de digerir. Es demasiado original. Pero, ¿cuál poesía no es incómoda y difícil de digerir? ¿Cuál no es original? ¿Cuál es ajena al corazón del poeta que las trae al mundo? La poesía es el corazón del poeta. Y eso lo sabe Cestero, lo cual queda demostrado en la calidad artística de sus poemas. Cestero tiene poemas en prosa que entran en ruptura con las normas gramaticales; tiene además versos sin rima ni ritmo y sin signos de puntuación. No es que quiera entrar en ruptura con los convencionalismos pictóricos del momento, pues se nota que lo único que quiere es ser José Cestero, esto es, lo único que quiere es llevar el corazón a sus poemas. El poeta es un borracho de poesía; la náusea lo ataca con frecuencia y por eso desea vomitar; quiere despojarse de cada poema que lleva dentro de sí. La inspiración poética no es otra cosa que despojarse del poema que, con puñal de acero, ha venido atravesando el corazón o el alma del poeta; es una especie de náusea que no cesa hasta que el poeta vomite el poema. Porque, por ejemplo, ¿qué es el poema sino el vómito del poeta?  Ese vómito constituye el aliciente del que se compone la poesía. Es la savia de la poesía. Ebriedad y sobriedad son aquí indisolubles, una es tan necesaria al poeta como lo es la otra; pero una vez que el poeta ha vomitado, la sobriedad, y sólo ella, es la savia que hace del vómito del poeta el néctar de la poesía. Ello está evidenciado en los poemas de Cestero. Lo demuestran los poemas de las series que recrean a don Quijote y Sancho Panza, a Frida Kahlo, al Macondo de García Márquez; lo demuestran, en fin, los poemas cuyo eje central es lo colonial, porque ello constituye la cosmovisión de Cestero. Eso es lo que sabe; eso es lo que ha visto, sentido y conocido, y eso, precisamente, es lo que ha convertido en poesía.

José Agustín Grullón

Abogado y escritor

José Agustín Grullón Nació en La Vega, República Dominicana, pero reside en Santiago de los Caballeros desde hace más de una década. Es licenciado en Derecho por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA) y agrimensor por la Universidad Abierta para Adultos (UAPA). Cursa además un postgrado en Legislación de Tierras. Ha cursado algunos diplomados sobre Derecho Inmobiliario, Bienes Raíces, Topografía y Derecho Sucesoral. Como escritor ha publicado el libro de cuentos Las ironías del destino (2010).

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