Hace unos meses visité una librería de viejo en compañía de una escritora. No era la primera vez que yo visitaba ese pequeño oasis situado en medio de un gran desierto, pero sí fue la primera vez que no encontré libros de mi interés. De poco sirvió que el librero me mostrase uno que otro título que suponía de mi gusto. Pero, pese a que no voy con frecuencia a esa librería, cuando lo hago suelo comprar al menos un libro, pues no me gusta ir en vano. Así que, en esta ocasión, al no ver nada de mi preferencia, le dije a la escritora —cuyas recomendaciones de libros no suelen decepcionarme— que me recomendara algún título. Ella tenía a mano un libro de la escritora estadounidense Kathryn Harrison y, como había dos ejemplares más, me dijo entonces que eligiera uno porque luego de hojearlo con detenimiento había intuido que podía ser un buen libro. Así lo hice y, vaya sorpresa, el libro constituyó para mí una lectura bastante enriquecedora. Lo leí con sumo deleite, mas hay pasajes que, por lo insólito, desconcertante y crudo de los hechos, me parecieron incómodos y desgarradores. Se titula El beso y, aunque el título parece más de novela o relato, es un libro de memorias.
El libro presenta a una típica pareja de adolescentes cuyo noviazgo no es aceptado por los padres de la novia; ella gusta de los estudios, pero él parece aborrecerlos y llevar una vida de vagabundeo, lo cual cae mal a los padres de la novia. Mas ésta se escapa a menudo con el novio, hasta tal punto que, para sorpresa y horror de sus padres, al poco tiempo de andar juntos la novia queda encinta. Nueve meses después nace una niña, y entre peleas, imposiciones y vigilancias desmedidas, los abuelos se hacen cargo de ella y prohíben a la madre todo tipo de cercanía con el padre, que se separa de la madre cuando la niña tenía seis meses. La niña se llama Kathryn y su apellido es Harrison, que no es el apellido de su padre, sino el de su abuelo materno. Sin embargo, en lo romántico la madre sigue viéndose a escondidas con el padre, a quien ama perdidamente. Meses después el padre desaparece por completo y cuando la hija cumple cinco años la ve en casa de los abuelos por primera vez desde que la dejara de ver a los seis meses; los abuelos optan esta vez por abrirle las puertas del hogar para que visite con frecuencia a la niña. No obstante, el padre se ausenta unos cinco años más. La niña empieza a solicitar la presencia de su padre, quien no ha dejado ni rastro de su persona; ella, como todos los niños, quiere ver a su padre, abrazarlo, hablarle y escucharle; quiere jugar con él, correr y sonreír a su lado; anhela tenerlo cerca una y otra vez para pedirle que le compre globos y golosinas, o que le lleve de paseo al parque de diversiones o a la playa, o que le cargue y le aconseje y le proteja, y que la bendiga y se despida de ella cada mañana en las puertas del colegio. Quiere tener un padre como lo tienen otros niños del colegio. Ella tiene una madre y, sobre todo, un abuelo y una abuela que la miman, la cuidan y la apoyan, pero siente en lo más profundo de su ser que no tiene a quien más anhela, su padre, y entonces se siente vacía y diferente a otros niños que conoce.
Soñó con él una y otra vez. Pero, ¡al fin!, cuando ella tenía veinte años y él treinta y nueve, reapareció casi de repente. Desde que lo vio tembló, perdió el equilibrio y no supo de sí. Era como estar en presencia de un dios. Él, por su parte, la encontró muy grande, guapa, rubia, delgada; ya era toda una mujer. Un mujerón. Y ella lo miraba a él como se mira a un ídolo. Entonces se abrazaron y hablaron sin cesar. El mundo parecía el Edén. Fue entonces en la despedida que sucedió lo insólito: de forma casi morbosa y poco paternal el padre besó a la hija en la boca y, a partir de entonces, empezaron a encontrarse casi a diario. Pero no ya como los encuentros de un padre y una hija, sino como los de dos amantes. Él era ahora un graduado, pues había estudiado ciencias teológicas y, en consecuencia, sermoneaba como sacerdote en una iglesia protestante de la vecindad. Y ella, que amaba leer y pintar, era ya estudiante de Arte en la universidad, pero no lo sería por mucho tiempo, puesto que suspendió los estudios poco después de iniciado el incesto. Al principio hacían el coito en el cuchitril en que Kathryn, gracias a sus abuelos, vivía como inquilina frente a la universidad en que estudiaba. Luego se veían a escondidas en distintos lugares de la urbe o de las montañas. Viajaban aquí y allí, allá y acullá, siempre como dos amantes. La madre —a pesar de tener un nuevo amante casi a cada semana— amaba al padre, y cuando intuyó el incesto sintió, según Kathryn, no horror y espanto sino unos celos enfermizos hacia la hija. Pero el incesto no fue obstaculizado por la madre. Kathryn, sin embargo, cada día más parecía no sentir la pasión y la lujuria del bochornoso acto que protagonizaba junto a su deshonroso padre, pero con docilidad accedía una y mil veces a las pretensiones de éste.
La madre estaba indignada, pero, a juzgar por el libro, no presentó resistencia ante la pasión incestuosa de su hija y poco después enfermó de un cáncer que la mataría siendo todavía joven. Luego de su muerte, Kathryn sintió que la oprobiosa relación con su padre le horrorizaba y asqueaba, por lo que se negó a verlo en lo adelante. Desde entonces un agudo trauma se apoderó de ella y la salud mental brilló por su ausencia. Y es verdad que esta vez reanudó sus estudios universitarios y empezó a leer como nunca antes, pero de cuando en vez se sentía sucia, vacía y absurda, hasta tal extremo que tuvo a punto de suicidarse en más de una ocasión. Y sin embargo, llegaría a graduarse de la universidad e incluso se casó, pero no fue sino muchos años después que decidió, aconsejada por su esposo —que es escritor—, escribir y publicar unas memorias basadas en su traumático incesto. Así nació El beso, libro que se lee cual si fuese una novela y que la lanzó a la fama. En la década de los noventa se convirtió en un best seller y generó una ola de controversia en los Estados Unidos. De cualquier forma, merece la pena leer este desvergonzado libro de memorias, el cual catapultó a Kathryn Harrison como una de las mejores y más atrevidas exponentes del género memorialístico contemporáneo.
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