Escribir hoy está de moda más que leer. Sobre todo porque, desde el nacimiento y uso de la IA, es más fácil escribir y más perfecta la ortografía; por tanto, hay menos riesgo de cometer faltas de redacción y de concordancia. Sin embargo, se trata de una escritura artificial: sin alma ni espíritu de estilo, y sin ética ni moral. Y esa facilidad, que ofrece esta nueva tecnología, se ha vuelto una trampa y, a un tiempo, un estímulo; también, un espejismo que convierte a todo el que escribe, en escritor. No obstante, no todo el que escribe, escribe realmente. Las páginas de los diarios, y aun de algunos libros, se están escribiendo – o mejor aún: “haciendo”—con la IA y otros dispositivos, que regalan las nuevas y eficaces aplicaciones que, sin dudas, seducen y roban nuestra inteligencia natural. Pero, con esa práctica, están desconfiando de su inteligencia natural, y atrofiándola. O, más bien, desnaturalizándola: matando la creación, empobreciendo la imaginación y desechando el talento individual.

José Ortega y Gasset.

Ya sospecho de algunos articulistas, que escriben uno o dos artículos semanales, de una variedad temática y profundidad conceptual, que exceden su capacidad, formación y cultura. Y lo hacen para estar a la altura de los demás articulistas y en el centro de gravedad del debate intelectual. La mayoría justifica su uso y lo defiende a capa y espada, como un gladiador frente a su contrincante, en tanto la última invención o la panacea contra el bloqueo de la escritura. Es una prueba de fuego más para canalizar el narcisismo y el ego. Leer algunos artículos, que parecen escritos por Octavio Paz, Vargas Llosa, Ortega y Gasset o Azorín, con una perfección formal y precisión en la puntuación, sorprende y maravilla, pues se percibe que desbordan la competencia de lectura de sus autores. Ello así porque están muy alejados de su conversación diaria, su dicción y su oralidad, o más allá de los libros leídos. El artículo y el ensayo, en el pasado, solo lo cultivaban los que tenían una biblioteca o leían en bibliotecas públicas. Hoy lo practican hasta los que odian los libros, la cultura y el saber, en nombre de la modernidad, la actualidad y la tecnología, en una suerte de religión del presente y de glorificación del futuro. Son los nuevos bárbaros y los cínicos, que usan la parodia, el sofisma y el sarcasmo contra la cultura: han convertido el conocimiento en un espectáculo degradante, chabacano y envilecedor. Es decir, en una especie de cultura del choteo y de desdén a lo refinado, culto, instruido, educado, docto, ilustrado o erudito. Contra todo este corpus de la tradición se ha levantado una parafernalia de bufones, que han convertido la cultura en el ritual de una nueva civilización del Nuevo Siglo: tratan de nivelar los saberes, y ahora enfila sus cañones contra la escritura y los escritores, que llevan décadas leyendo, estudiando e investigando para escribir y levantar una Obra literaria, a golpe de talento, tenacidad,  creatividad y oficio. También de desvelos, insomnios y privaciones.

Umberto Eco.

Atrás quedó la época de la “lectura de sobaco”, es decir, cuando andábamos con un libro debajo del brazo como un tesoro del conocimiento: libro que exhibíamos como poder y arma de refutación y debate, en las discusiones cotidianas en las aulas  y los campus universitarios, en el taller literario o en el parque. O que usábamos en el bus o el carro público para disipar un largo viaje, y que subrayábamos y anotábamos, con pasión y curiosidad. Mientras las bibliotecas están vacías, vemos, con estupor, escritores jóvenes, y aun consagrados, que solo leen libros en pdf o virtuales, y que tampoco van a librerías. ¡Y hay que los que no han ido nunca! Ni siquiera iban antes de la invención de internet. O a estudiantes que nos dicen que no encuentran el libro asignado porque no está en línea, pues ya les cuesta comprarlos en las librerías o buscarlos usados en las calles. Este fenómeno se acentuó aún más, tras la pandemia, que ha provocado que las bibliotecas se vuelvan museos vacíos del silencio, cementerios de libros sin usar. Los bibliófilos y lectores reales vemos con nostalgia la muerte de una época, mientras las nuevas generaciones –y las viejas generaciones, para estar de moda y a tono con sus hijos y nietos—celebran el triunfo de una era, que ha llegado para facilitarlo todo, bajo el alegato o mantra de que “la tecnología llegó para quedarse”. Es decir, es una era en la que “esto” vino a matar “aquello”, criterio del que disentía Umberto Eco. Es una época líquida (o light), matizada por la rapidez y la velocidad, en la que debemos leer rápido, escribir rápido y pensar rápido. También, aprender rápido, estudiar rápido y graduarse rápido porque el tiempo apremia y los tiempos cambiaron.

David Toscana.

Hace poco, visitó la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, el gran novelista mexicano, David Toscana, y dijo (estuve ahí) que dejó de dar talleres de escritura creativa porque sus alumnos no quieren leer y todos quieren escribir. Es decir, todo el mundo quiere ser escritor antes de leer o de ser lectores, cuando sabemos que no hay escritores sin lectores. Y salta a la vista, que nadie llega a ser autor sin antes ser lector. Todo buen escritor antes fue un buen lector. Antes, todo el que quería ser escritor estudiaba letras, iba a un taller literario o leía mucho. Ahora, todos quieren estar en talleres de escritura creativa para aprender a escribir novelas, cuentos o poesía; pero pocos desean estar en un club de lectura, pese a que estos círculos están proliferando, aunque más en personas adultas, jubilados, amas de casa o mujeres de clase media o alta. La clave de Borges, y acaso su secreto, reside en que no solo leyó mucho sino que releyó mucho. Es decir, es mejor releer los grandes libros y los clásicos que leer novedades, que no sabemos si resistirán el paso del tiempo, y aun la inmediatez. El arquetipo de lector es el que relee, aun el mismo libro, no tanto el que lee solo una vez un libro.

Roland Barthes.

Está llegando el tiempo en que habrá que dudar de ciertos autores –o de todos—bajo la premisa –infundada o no—de que sus libros fueron escritos con el uso de la IA. Solo hay un consuelo: que los lectores no serán reemplazados por una IA como podrían serlo los autores. Asistimos, en esta época del Nuevo Siglo, a la “muerte del autor”, de la que habló Roland  Barthes, en los años sesenta, aunque con otra connotación.  El crítico francés vio la desaparición del autor, en el sentido en que es una especie de “amanuense” o intermediario entre la obra y el lector. No así vislumbró su muerte, acosado por una inteligencia artificial que reemplazaría al ser humano, como acontece hoy, olímpica y desafortunadamente. Ante esta disyuntiva, el lector podrá asumir dos opciones para evitar caer en el engaño o en el artificio: solo leer los autores que escribieron con la mente fría y el corazón ardiente, como son todos los escritores de la era anterior a la IA. Es decir, los clásicos antiguos y modernos, y los autores contemporáneos, no los escritores que vendrán o que se adaptaron y convirtieron a la religión de la moda de lo artificial o de la artificiosidad. Dijo el escritor rumano Mircea Cartarescu: “Nunca usaré la IA para escribir; es un robo literario”. Cito su frase porque la rubrico enteramente. Contrario a algunos pares míos o colegas que la justifican y hasta la usan; comparto con Cartarescu su punto de vista. El día que tenga que usar la IA para escribir es porque ya no confió en mi inteligencia natural innata. Y además estaría engañando a mis lectores del presente y del futuro. Si aprendí a escribir sin ella, ¿para qué la necesito, ahora que soy un escritor maduro? Si mis maestros literarios de la literatura universal no la usaron, ¿para qué tendría yo que usarla? Usarla, a mi juicio, es un acto de impostura literaria, una falta de ética de autor, una traición a nuestros antepasados escritores y una grosera charlatanería a los ojos de los lectores incautos. Hasta ahora, lo que he visto, cuando se usa la IA, para imitar el estilo de un escritor, es algo cursi, kitsch, o un pastiche del original. Solo puede hacer variaciones del texto-base, pues la IA lo que hace es tomar lo que está escrito en el ecosistema o en el ciberespacio: hace un rastreo, una búsqueda de lo ya dicho o escrito, y realiza relaciones y analogías. Por lo tanto, no es original, ni piensa sola, ni sueña, ni imagina, ni crea ni fantasea: no es libre. Hace lo que se le pide. Nada, por consiguiente, se compara con el autor real, cuya mente y memoria, la alimenta de lecturas y experiencias. La IA, como el ChatGPT y google son y han sido instrumentos y medios, vías y métodos, no fines en sí mismos ni la salvación absoluta. Además, son creaciones humanas, por mucho que pretendamos creer que reemplazarán el ingenio, el talento, el pensamiento, la memoria, la mente, la razón y la inteligencia humana.

Vivimos, desgraciadamente, una época de las apariencias y de la superficialidad de las cosas, en la que todo el mundo quiere ser de todo. Y donde no importan las vías para llegar a la meta. Es la época de la “deshumanización del arte” –como dijo Ortega y Gasset, en 1925, justamente hace cien años. Pero también de la deshumanización de la escritura y de la lectura. El hombre vive en una profunda angustia por ser alguien y por serlo todo y por lograr todas las realizaciones, que se proponga en la vida. Todo el mundo quiere, sin estudiar ni formarse, y sin conciencia del oficio, cantar, escribir, pintar, esculpir, tocar un instrumento, bailar o hacerse de una profesión. Es decir, el autodidactismo sobre el profesionalismo: ser maestro de sí mismo. Aprender en su casa, prescindir del maestro, usar tutoriales de las redes sociales o videos de ayuda  para cantar o montar voces (autotune). O sea, capacitarse solo. Como leer es un acto solitario, de igual modo, lo es escribir. Pero, para leer, no se requiere ninguna técnica: solo el dominio de su lengua. Empero, para escribir, necesita conocer su lengua, su prosodia y su sintaxis, y las técnicas del género cultivado.

Miguel de Cervantes.

Una de las deficiencias de la novela dominicana descansa, a mi juicio, en que nuestros novelistas se inician en el oficio sin practicar el arte de la novela; ni estudiar los clásicos del género ni descifrar las claves de los procedimientos narrativos de los maestros de la novela decimonónica, ni del siglo XX. Ni leen teoría de la novela ni estudian las grandes catedrales del género, que modernizó Cervantes. No hacen una anatomía de la novela en su corpus y en su estructura compositiva y formal. No he oído decir a un gran novelista contemporáneo del mundo no haber leído La búsqueda del tiempo perdido, Moby Dick, Don Quijote, La montaña mágica, Los hermanos Karamazov, Los miserables, Rojo y negro, Guerra y paz, Crimen y castigo, Los demonios, Ulises, El hombre sin atributos, Madame Bovary, Ana Karenina, El castillo, Historia de dos ciudades, El proceso, La conciencia de Zeno, La muerte de Virgilio, o El gatopardo. O sin leer a Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Malraux, Celine, Balzac, Virginia Woolf, Henry James, Conrad, Nabokov o Kafka. Otras veces, solo se quedan en el ámbito hispanoamericano, leyendo a nuestros novelistas: Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante o Julio Cortázar. Y eso se debe a que quieren escribir la gran novela sin leer a las canónicas novelas universales que representan los paradigmas del género y las catedrales del mundo novelesco. O sea, las novelas enciclopédicas donde están los saberes humanos, y por tanto, los grandes temas de la vida y del mundo. Y prefieren leer novelas cortas y fáciles, y escribir decenas de novelas sin conocer los secretos, las técnicas y las claves del oficio novelesco y del arte narrativo. Los poetas la tienen más fácil, pues los libros de poesía suelen ser más breves, y aun los poemas de largo aliento o las epopeyas antiguas, son leíbles sin tanto esfuerzo de concentración y entrenamiento técnico. Y porque las novelas se leen sin interrupciones largas, mientras la poesía se puede leer por poemas y con pausas. Pienso en La Ilíada, La Odisea, La Eneida, Orlando furioso, Jerusalén  libertada, La divina comedia, El paraíso perdido, El mahabharata, Hojas de hierba, El Kalevala o El cantar del Mío Cid. O en poemas del siglo XX como: La tierra baldía, Los cantos de Pound, Alturas de Machu Picchu, Los cuatro cuartetos, Aullido, Piedra de sol, Altazor, Trilce, Muerte sin fin, entre otros. El teatro ya exige un lector más entrenado o un actor, y de ahí que esta sea la razón por la cual el teatro es el género que menos se lee, pues está escrito para ser representado. Pero insisto: el novelista tiene un mayor desafío como lector, y es que debe leer muchas novelas de todas las épocas y tener cultura histórica, filosófica, psicológica, antropológica y literaria. Es decir, debe ser un gran lector de novelas y de ensayos, y también de poesía para pulir su prosa e inyectarle aliento poético y lirismo a su estilo. Asimismo, debe leer teatro para aprender a estructurar sus diálogos y darle dramatismo y acción a sus parlamentos. De ahí que la precocidad en la novela es un bien escaso, y solo existe en la poesía y en la música o en la pintura. No así en el ensayo, el cual demanda cualidades parecidas a las que se les pide a los novelistas.

En fin, la IA ha venido a poner en entredicho y en crisis la noción de autor y la ética del escritor. Ante esta encrucijada, se imponen la originalidad, la honestidad  y la autenticidad.

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

Ver más