La cultura es la identificación individual y colectiva de un pueblo o de un grupo humano, que se proporciona por el nacimiento en un determinado territorio, pero también lo diferencia.
No existe mayor identificación individual y colectiva para un pueblo que su propia cultura; podría decirse que ella es la que le proporciona, humana y socialmente, rasgos, características, conductas, habilidades, manifestaciones, creencias, códigos, símbolos culturales y posiciones geográficas.
Aunque parezca que hoy en día no tiene mucha pertinencia, me es dable retomar dos realidades que son indispensables para el tema en cuestión. La primera es el territorio como espacio de nacimiento. Al nacer en un lugar determinado, ya estamos asumiendo ese territorio como una propiedad e identidad individual y colectiva, aunque venimos con genes preestablecidos por nuestros padres.
Es decir, nacemos desde un ámbito territorial, el cual nos va cultivando y revelando el sentido de pertenencia e identidad cultural. De ahí que todas las constituciones del mundo deban asumir como sus referencias primarias y fundamentales a sus países o naciones. El territorio no es un concepto, sino más bien una realidad cultural donde el sujeto y el objeto se hacen reales. Por eso, en un momento dado, decíamos que el concepto de nación debería empezar desde su realidad cultural, teniendo como epicentro su territorialidad.
Esto parece un desacierto en la actualidad, en razón de que la globalización, la tecnología, la economía y la comunicación hablan del fin del concepto territorial. Es decir, ¿los pueblos, las naciones y los Estados no poseen territorios? Un mundo global que ha promovido la desterritorialización, para que solo los imperios más poderosos sean los dueños absolutos de los mercados internacionales y locales, olvidándose esos teóricos de lo global de que existe una geografía territorial que nos proporciona una identidad y una pertenencia.
Sin territorio no hay cultura, igual que sin el ser humano no hay territorio. Es decir, ambas son las dos caras de una misma moneda: una no vive sin la otra. Hasta que la luna no posea las condiciones necesarias y naturales para ser habitable, solo será un espacio vacío (sin humanidad), pero mucho menos sin cultura. Es imprescindible tener un lugar donde nacer para poder existir, aunque luego nos lleven a otro sitio o espacio a vivir.
Para existir, hay que nacer y vivir territorial-mente en un lugar donde la naturaleza sea poseedora de bienes comestibles y culturales, con los cuales se aviva y socializa la propia existencia. En las grandes batallas de la civilización de la humanidad, su impronta se inicia al apropiarse de su territorio, porque con ello domina toda su riqueza material y espiritual, e incluye la más sagrada de todas: la cultural.
La posesión de lo territorial, como naturaleza material e inmaterial de una sociedad (o de un grupo humano), es la que construye su identidad territorial. Es decir, los humanos tenemos una cultura territorial. No puede existir un pueblo o una sociedad sin territorio, porque sería una sociedad que solo existiría en la imaginación.
Nuestro caso es muy singular, porque nacimos y vivimos en un territorio compartido, pero radicalmente diferenciado por idiomas y culturas totalmente distintas, aunque compartamos una misma territorialidad: somos una sola isla con dos pueblos diferentes. En la primera se habla español, porque fuimos colonizados por España; en la segunda, por Francia. Los españoles saquearon y asesinaron a nuestros aborígenes; el exterminio fue tan cruel que no dejaron ni siquiera rastros físicos de nuestra descendencia, hasta tuvieron que traer esclavos de África.
Sin embargo, los franceses hicieron lo mismo con Haití, pero no pudieron extinguir a sus habitantes naturales de África. Es por eso que ellos preservan más sus dotes culturales originarios, a pesar de tener un dialecto que procede del idioma francés; no obstante, este se ha ido adaptando a su realidad cultural. Ambos pueblos, desde luego, existían mucho tiempo antes de que llegaran los esclavizadores y extirpadores europeos a nuestras tierras.
Desde la perspectiva territorial, cada lugar construye su propia identidad cultural, dándole rasgos particulares y distintivos, aunque pertenezca a un mismo territorio. Por ejemplo, no es lo mismo, culturalmente hablando, un habitante del Sur del país que, del Norte, incluso aunque tenemos el mismo idioma, hacemos variaciones o cambios dialectales diferentes en nuestros actos de hablar. El sureño utiliza la /l/ en lugar de la /r/ (hogal en vez de hogar, amol por amor). En el Cibao, entonces se usa la /i/ por otro fonema: voi por voy, llevai por llevar. Es decir, debemos hablar dentro de un mismo territorio de identidades culturales, porque cada región o lugar va construyendo sus propias especificidades, como acabamos de ver más arriba, entre República Dominicana y Haití.
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