En una ciudad sin nombre, una ciudad que se desvanecía bajo la niebla y el polvo del olvido, vivía un hombre llamado Jean-Claude. No tenía patria ni bandera. Había nacido en un país que ya no existía, como si su alma hubiera sido arrancada de la tierra misma y su nombre se hubiera perdido en los pliegues del tiempo. Su país había sido un sueño tan etéreo que, al desmoronarse, solo dejó rastros en las manos de los pocos que lo recordaban.
Él, en su agonía existencial, no sabía qué era peor: la pérdida de su patria o el vacío que dejaba su ausencia. Si la patria se había desvanecido como el polvo en el viento, él se convirtió en su sombra. Un patriota sin patria, un eco lejano de algo que nunca fue, de algo que ya no era. Una noche, en un frío y lúgubre velorio, Jean-Claude, ya muerto, se encontraba allí, observando a los que le rodeaban. No los veía con ojos mortales, sino con la mirada del alma, esa mirada que todo lo penetra, que ve lo invisible. El rito, aunque en creole, era el mismo de siempre, la ceremonia repetida hasta el hartazgo. Los llantos, las máscaras de tristeza, los susurros de los vivos que no entendían qué era lo que realmente se había perdido.
El sacerdote, un hombre corpulento, de mirada negra, con rostro impasible, recitaba sus palabras vacías como quien lee una receta. No había amor en su voz, solo un mandato. Jean-Claude lo miraba desde un rincón sombrío, la prisa del sacerdote le pareció absurda. ¿Acaso la vida y la muerte se reducían a esta farsa? pensó, mientras veía las pocas miradas de aquellos que se lamentaban de su partida. Algunos lloraban, no por lo que él fue, sino por lo que ya no era: una idea, un concepto, algo inalcanzable, un pedazo de historia arrancado de sus manos.
La ciudad en que nació, sin embargo, casuchas de madera sitiadas por bandas de mercenarios, seguía su curso, ajeno a su partida. En las calles de su patria negra, varios disparos al aire a lo lejos, más cerca en la patria ajena, las luces titilaban como estrellas moribundas, y los pasos de los que pasaban asustados cerca del velorio, en aquella construcción llena de escombros, no se detenían. Los vivos, atrapados en su cotidiana lucha por sobrevivir con los estómagos vacíos, no percibían la pena que su ausencia dejaba. Pero Jean-Claude sentía sus miradas, las sentía como agujas invisibles, hurgando en la nada que había dejado atrás. Ellos no lo veían, no podían verlo. Él ya no era de este mundo, y sin embargo, su alma se desangraba por cada rincón, cada pensamiento.
El velorio se alargó más de lo necesario, ese día hablaba el presidente y Jean-Claude comenzó a sumirse en la confusión. Un día, ya sin entender si los minutos eran días o los días segundos, vio el rostro de su viejo amigo, el que una vez consideró su hermano. Pero ese amigo ahora sonreía, una sonrisa torcida, tan distante de la camaradería que compartieron en su juventud, cuando cruzaron el Masacre juntos, cuando comieron locrio de arenque mientras construían grandes torres para hombres blancos frente al malecón. No lloraba. Jean-Claude sintió que la amargura le subía como un río crecido, y por un momento, despreció al hombre que alguna vez consideró su igual. «¿Por qué no llora? ¿Es este el verdadero rostro de la amistad?» se preguntó.
Unos pasos más allá, el enemigo. El hombre al que nunca entendió, el que en vida le había mostrado solo desdén y desprecio. Pero, al verlo ahora, Jean-Claude vio en el algo: un sufrimiento profundo. No de amor, sino de vacío, de pérdida. El enemigo lo miraba con ojos que reflejaban una señal que él no había visto jamás: el terror de un mundo sin su rival. ¿Es este el sentido de la lucha?, pensó, mientras un retorcido sentimiento de ironía le invadía. ¿Es la muerte la que convierte a todos en iguales?
Entonces, algo cambió en el ambiente. Jean-Claude, atrapado en sus pensamientos, notó que las sombras que se alargaban desde los rincones parecían acercarse más a su ser. La atmósfera se espesaba, el aire se volvía denso, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. ¿Qué ocurriría después? Aún no comprendía, aún no podía entender. Sabía que su vida había sido una batalla sin sentido, un canto de patriota sin patria, pero ahora, el eco de su existencia comenzaba a desdibujarse.
Un leve murmullo le arrancó de sus pensamientos. El sacerdote terminó de recitar la misa en Creole, y la gente se dispersó de la construcción en que lo velaban, como siempre lo hace en estos casos. Pero, antes de irse, uno de los desconocidos, un hombre que había estado sentado en una rumba de arena de empañete, sin hacer ruido, miró hacia el féretro, su rostro impasible. Jean-Claude lo observó, y comprendió algo que lo paralizó. El hombre no le veía a él, no le lloraba a él, sino a lo que la muerte había dejado en él, un vacío tan profundo que nadie podía llenar, movió la cabeza a todas partes para percatarse de que nadie lo miraba, abrió la caja y le quitó el anillo de plata de su dedo aún sucio de mezcla.
La noche continuó su marcha, y mientras Jean-Claude intentaba comprender lo que había aprendido en su fugaz paso por el mundo y por aquella patria que no era suya, una figura apareció ante él, o más bien, él apareció ante ella. En un rincón de su ser, comprendió que su propia desaparición era solo una señal, un eco, un puente entre lo que había sido y lo que ahora ya no podía ser. ¿Por qué la vida temía tanto a la muerte, cuando ambas estaban tan cercanamente ligadas? pensó. Y entonces, al fin, se dio cuenta de que la respuesta a su propia angustia era esa misma contradicción, ese eterno giro entre ser y no ser.
Y así, la última chispa de Jean-Claude se desvaneció entre la niebla de la ciudad que, finalmente, lo olvidó. La patria que había sido su alma, ya no le pertenecía. Pero él había comprendido algo esencial en su muerte: no era la patria lo que se había perdido, sino el amor que nunca se le dio, ni a su patria, ni a sí mismo. La patria no era un lugar, ni una bandera, era un ardor que se carga en el pecho. Era la esperanza en los otros, la que nunca pudo tocar, y que ahora, al morir, ya no necesitaba.
La muerte, finalmente, le entregó la única verdad que nunca pudo alcanzar en vida. Que la ausencia no era más que una forma de permanecer, un eco eterno que se perdería en las sombras de aquellos que lo recordaran y que, al no tener dinero para su entierro, lo cremarían entre escombros de madera para que su alma y cenizas se mezclaran con la arena y quedara su polvo atrapado en las paredes de una patria ajena.
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