“Érase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad.
Si había cometido algún crimen, si pagaba culpas de antepasados
o si solo por indiferencia o por vergüenza se había retirado,
eso es algo que no se sabe. Intentó algunas veces entrar en la ciudad.
El hombre no sabía que las ciudades que se rodean de altos muros
no se toman sin lucha. Y La ciudad era él mismo”
-José Saramago-
Aún era de noche cuando salió a la calle. Había llovido y soplaba un aire húmedo que le acariciaba la cara. Escudriňó un momento el cielo y lanzó un silbido de preocupación. ¿Dónde ir? La idea brusca de verse dando vueltas a ciegas, bajo la lluvia, le sobrecogió. Sin embargo, no podía quedarse allí parado, mirando el cielo, y mucho menos volver al cuarto oscuro y asfixiante del que acababa de salir. Caminó calle arriba y luego volvió calle abajo. Todo dormía a aquella hora. Sus pasos resonaban y no veía más que su propia sombra girando, creciendo y achicándose a cada poste de luz. Al doblar una esquina encontróse sin saber cómo en la estación del metro, ante un autobús estacionado con el motor en marcha. Sobre la puerta leíase: “Ciudad de S…” Maquinalmente subió a bordo y se sentó solo en una de las filas del fondo. Del cristal de la ventana descendía una claridad sucia. Bostezaba, sin ver nada, y esperaba el momento de la partida con vana impaciencia. Sacó un libro del bolsillo interior de su chaqueta, un libro desusado, carcomido en los bordes de las páginas, e intentó matar el tiempo: “Tenía, sin duda, un objeto al que sus pasos se dirigían por sí mismos, inevitablemente, por un camino sin cesar, de ilimitada desesperación. Los remordimientos de conciencia le perseguían y veía su sombra escurrirse a lo largo de las paredes, repitiendo los mismos gestos, mostrando el mismo perfil de gigantesca figura. A cada momento volvía la cabeza, creyendo sentir sobre su cuello un aliento húmedo. Repercutían ruidos imaginarios, voces de amenaza, bramidos salvajes. Aceleró la marcha, sintiendo cada vez más la absoluta necesidad de escapar, de acabar de una vez… Dos, tres pasos más, y su objeto estaría delante, ensanchándose, ahondándose…” Una mujer se sentó a su lado, impregnando el aire de un suave olor fugaz. Ni joven ni vieja, ni linda ni fea, lo ajustado de sus pantalones no podía por menos de llamar la atención. “A las Erinias, que ya habían empezado a perseguirle, se les unieron pronto Erígone y Clitemestra…” Cerró el libro. En su mente confusa se entremezclaban los pensamientos, impidiéndole concentrarse en nada. Llevaba tres días sin comer ni dormir, perseguido por sus propias Erinias implacables, y sin duda alucinaba. Sin embargo, el hombre que fumaba parado en un ángulo de la estación, como a la espera de alguien o de algo; el automóvil estacionado más allá, con las luces encendidas; el rugido del autobús, que al fin se puso en movimiento, todo adquiría tal precisión, tal aire de realidad. La mujer se removió a su lado y la miró de reojo. Debía tener frío a juzgar por el modo en que se arrebujaba en su abrigo ligero. Iba a dirigirle la palabra, para entablar conversación, pero renunció al ver que bostezaba y volvía la cabeza hacia el otro lado, como dando a entender la distancia que mediaba entre ellos. Se puso otra vez a mirar por la ventana, a lo largo de una calle ancha y desierta, bordeada de casas y árboles. Llovía y las lámparas del alumbrado seguían encendidas. El autobús hizo un movimiento brusco, en zigzag, y la mujer se agarró involuntariamente a su brazo. Fue un momento breve, brevísimo, pero suficiente para romper el hielo. Se presentó con un seudónimo: su nombre real era objeto de horror y de vergüenza. “Mucho gusto. Érica” ¿Érica? Curioso nombre, del griego Erígone, la Diosa Negra (y le mostró la tapa del libro), capaz de atrapar al más reticente de los mortales, induciéndolo al suicidio. “¡Ja, ja, ja!” El rio también, por complacencia: el remordimiento y el disgusto de sí mismo no le habían abandonado en ningún momento. Pasaron unos árboles alineados al borde de la carretera, con sus ramas encoradas hacia un lado; charcos dejados por la lluvia entre porciones de tierra apelmazada; jirones de nubes color de hollín. “¿No le he visto antes en otra parte?” Un ligero estremecimiento de sorpresa le sobrecogió. ¡Oh no! Sin duda la recordaría. Nunca olvidaba un rostro. Procuraba aparentar un aire natural, y sonreía mirando a la mujer, quien a su vez lo miraba sonriente. En ese momento pasaba por el pasillo el cobrador, recogiendo el dinero de los pasajes, y ella se apresuró a darle el suyo. Él hizo ademán de desembolsar, pero se detuvo al ver que éste seguía su camino, como si no le hubiese visto o creyese que él ya le había pagado. ¡Vaya suerte, moría de necesidad y no llevaba en el bolsillo más que las monedas de Caronte! “Viajaba en el carro del rey, se sentaba en su trono, empuňaba su cetro, vestía sus túnicas y dormía en su lecho…” Cerró los ojos, irritados por la falta de sueňo. Cuando los abrió el autobús se detenía ante una pequeňa plaza comercial, hacia el fondo de un parqueo espacioso, repleto de gente y de vehículos. Una voz gruesa y abocinada anunció una parada de veinte minutos, y en seguida se produjo una agitación, una ansiedad. La mujer se puso de pie y salió tras una fila de pasajeros. Él permaneció sentado. Sabía que si daba un paso afuera era hombre al agua, y se debatía entre la indecisión y la audacia. “A siete estadios de la carretera de Megalópolis a Mesenias, a la izquierda, se arrancó un dedo de un mordisco para aplacar el hambre…” Bostezó, abriendo mucho la boca. A través del cristal veía a la gente en las mesas, inclinada sobre grasientos platos de cartón; la mujer había optado por una cafetería, y sentada sola ante una mesita con mantel a cuadros, contra el cristal del escaparate, se llevaba una taza a los labios; algunas muchachas que salían de una dulcería reían alto, mostrando sus dientes grandes y blancos; un camión pasó despacio, lanzando bocinazos y estremeciendo el suelo. Gradualmente, sus ojos se cerraron. Soňó que caminaba a ciegas por las calles, como un sonámbulo. Gentes y vehículos pasaban junto a él. La mañana aparecía de color pálido. Por fuerza entró en un sitio para comer, al fondo de una sala amplia y vacía. Una negra con cara de perro y cabellos de serpiente le ofreció sus tetas, grandes y llenas, y sin que pudiera explicarse cómo, se encontró con la boca pegada al asiento de delante. Se enderezó de una sacudida, se azoró y miró a su alrededor. El autobús corría de nuevo a lo largo de la carretera desierta. No reconocía el lugar donde estaba. Tampoco a la mujer sentada a su lado. Le desconcertaba, sobre todo, aquel extraňo libro en sus manos. De pronto vio su propio rostro reflejado en el cristal de la ventana, y tuvo un estremecimiento súbito. ¡Je, je, je! Tenía el aspecto de un hombre que quería escaparse y esconderse de sí mismo. Más aún, de un hombre que quería destruirse, dejar de ser, convertirse en polvo. Pasó una casita de tablas de palma, agrisada por el tiempo, con un gran claro de sol y de aire libre. Allá, a lo lejos, precisábase un vuelo de pájaros. Recordó que de niño podía volar, escapar sin dejar rastros, elevarse hasta las nubes. También le gustaba columpiarse en la jabilla que había en el patio de su casa, respirando el olor a hojas de la brisa, y con el Cerro viéndolo a lo lejos, cubierto de altas yerbas. ¡Qué bueno sería llegar y encontrarse otra vez tal cual era a los diez aňos, y recomenzar, hacer sobre todo que el pasado no existiese! Cerró los ojos, y por un momento le pareció que sencillamente volvía a casa, y que nada de aquello que le obligaba a huir existía ya. De improviso una mano le tocó el hombro, se sobresaltó y volvió la cabeza: la mujer sentada a su lado lo miraba con rara expectación. “¿Sabía que habla usted dormido?” Parpadeó, confuso, sorprendido por aquella pregunta inesperada. “Sí, habla usted como en un delirio: lo persiguen o huye de alguien o de algo” Guardó silencio. “Se había despertado varias veces y había oído que la lluvia golpeaba el techo y las ventanas. La horrible caterva de negras Erinias dormía a su lado. No recordaba haber soňado. Había dormido de forma intermitente, con la túnica y las zapatillas puestas…” “Veo que le gusta leer. ¿A qué se dedica.?” Era actor de teatro, de teatro ambulante. Interpretaba el papel de un ser desesperado, condenado a huir eternamente de sí mismo. Esperaba que la mujer se echara a reír o improvisara una fórmula cortés para excusarse y poner fin a la conversación. Pero, por el contrario, se quedó mirándolo fijamente, con la boca torcida en una sonrisa equívoca. Parpadeó varias veces, para desprenderse de una súbita y absurda visión, y volvió a encontrarse con su propio rostro reflejado en el cristal de la ventana. Vio sus arrugas, sus cejas grises, la falta de brillo de sus ojos. Ya no se parecía en lo más mínimo al brillante mozo de ayer. Se parecía a otra cosa, pero desde luego no a un brillante mozo. Pasó un follaje soleado, seguido de vivos pastos y un molino de viento; sobre el borde de la carretera se extendía una cerca interminable de alambres de púas; árboles frondosos bajo un cielo limpio; en lo alto soplaba entre las copas una brisa suave. “Perdóneme que le pregunte, ¿es casado?” La mujer sonreía mientras jugaba con el rizo sobre la oreja ¡Oh no! Para encontrar la pareja ideal era preciso el azar más raro y afortunado. Hablaba despacio, con la mayor naturalidad, aparentando no darle importancia. ¿Qué le decía de ella? ¿Soltera? ¿Comprometida? “¡Ja, ja, ja! ¿Usted qué cree?” Él rió también, más animado. ¿Quién era en realidad? ¿Qué ocultaba tras su amable sonrisa? No le sorprendería que fuera una Erinia de carne y hueso. Pasó un letrero gigante, anunciando la ciudad de S… Allá, a lo lejos, elevábase el Cerro, fantástico y real al mismo tiempo. ¡Ah, subir, sudoroso, hasta la cima, tenderse sobre la blanda hierba, gritar a todo pulmón! ¿Cuánto tiempo hacía que había dejado su serranía para irse a vivir entre los azanes y los arcadios de la Llanura Parrasia? “Usted no es de por aquí, ¿verdad?” La mujer lo miraba con ojos muy abiertos. Sí… Es decir… No… Llevaba mucho tiempo ausente. A su mente vino de repente una carita sonriente, de la etapa primera de su vida. ¿Élida? ¿Elsa? ¿Elisa? No daba con el nombre, pero le parecía verla. “Por lo que hace a mí, aquí nací y crecí” El autobús atravesaba una avenida solitaria, bordeada de framboyanes. El sol había crecido y el cielo era de un azul ciruelo. Pasó una estatua ecuestre, en una explanada redonda, sembrada de flores; un monumento de piedras; una sucesión de edificios viejos y descascarados. La ciudad siempre era nueva y desconocida… “Su destierro duró cuarenta aňos, periodo que debe transcurrir antes que un culpable de impiedad pueda volver a su tierra natal. Las calles estaban custodiadas por hombres armados y en las esquinas habían fijado carteles impresos, prohibiendo que se le dirigiera la palabra y que se le diera albergue…” El autobús giró a la derecha y se detuvo ante una vieja construcción de ladrillos, en un espacioso patio cercado con vallas metálicas. Era la estación de S… “Al final de su itinerario se quitaría la vida. No veía otro desenlace posible. Su resolución estaba tomada, era absoluta…”. De pronto, sin nada esperarlo, una mano le tocó el hombro: “Disculpe, caballero.” Volvió la cabeza y vio al cobrador, de pie junto a la mujer sentada a su lado, con el brazo extendido sobre el respaldo del asiento. Tranquilamente, sin frases inútiles, sin agitación superflua, se llevó la mano al bolsillo y extrajo sus tres únicos óbolos…
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