El legado poético del México antiguo, conservado en códices y manuscritos como los Cantares mexicanos, nos devuelve el esplendor de las “volutas floridas”: la voz de trece poetas que, desde el corazón del mundo náhuatl, elevaron su palabra para interrogar la existencia. Entre ellos destacan dos figuras esenciales que, desde sendos matices, dialogaron con la vida, la muerte y lo sagrado: Nezahualcóyotl, el sabio señor de Texcoco, y Tlaltecatzin, noble de Cuauhchinanco. Sus versos, aún vibrantes, nos revelan la hondura espiritual de una civilización que encontró en “flor y canto” el camino hacia el misterio.
Nezahualcóyotl —conocido como el Filósofo Rey— se erige como el paradigma del tlamatinime, el sabio que busca desentrañar la naturaleza del universo y la fugacidad del breve paso humano por la tierra. Sus poemas no solo lo muestran como gobernante justo y arquitecto del esplendor texcocano, sino como un pensador que comprende la fragilidad de la vida y el anhelo de trascendencia. En sus cantos laten la amistad, la comunión con la naturaleza, la confianza en el arte y la búsqueda del “Dador de la vida”.
Para él, la poesía constituía un puente hacia lo divino, un espacio donde la palabra se convertía en plegaria y lucidez. En su voz se entrelazan la certeza de la muerte y la esperanza de sentido, como en sus célebres versos:
“No en parte alguna puede estar la casa del inventor de sí mismo”.
“Sólo como si entre las flores buscáramos a alguien, así te buscamos, nosotros que vivimos en la tierra”.
Su obra es testimonio de una sensibilidad filosófica que entiende la existencia como tránsito, y el canto como consuelo ante la inminencia del final.
Frente a él, aunque hermanado por la conciencia de lo efímero, aparece Tlaltecatzin, señor de Cuauhchinanco. A diferencia del tono solemne y meditativo de Nezahualcóyotl, su poesía abraza el gozo terrenal, el encanto del cuerpo y el hechizo femenino. De su legado conservamos un único pero luminoso cantar, en el que la figura de la mujer —celebrada en su belleza y su poder de seducción— se convierte en símbolo de la alegría vital y, al mismo tiempo, de la fatalidad inevitable.
Tlaltecatzin la nombra con imágenes plenas de color y sensualidad, comparándola con flores y aves, pero sin perder de vista la sombra de la muerte:
“¡Ave roja de cuello de hule!… preciosa flor de maíz tostado, sólo te prestas, serás abandonada, tendrás que irte, quedarás descarnada.”
La mujer —la ahuiani, “la que alegra”— es fuente de placer y maravilla, mas también criatura condenada a desaparecer. En esta visión, la fiesta del cuerpo convive con la conciencia del polvo. Su poema despliega una danza entre el deseo y la caducidad, entre la risa y el silencio final:
“Como las flores se yergue… no conoce el reposo, su corazón está siempre de huida”.
Así, mientras Nezahualcóyotl eleva preguntas metafísicas al cielo y al misterio del creador, Tlaltecatzin mira lo terrenal y descubre en él el mismo signo: la belleza fulgurante que, por serlo, se pierde. Ambos poetas, desde distintos umbrales sensoriales y espirituales, revelan la complejidad de la visión nahua, donde el canto es gesto sagrado, espejo del alma y memoria del instante.
Su legado, conservado gracias al trabajo de recopiladores e investigadores como Miguel León-Portilla, nos invita a reencontrarnos con una tradición que no fue mero ornamento ceremonial, sino reflexión profunda, luminosa y trágica. En sus versos palpitan la naturaleza, el amor, la muerte y la búsqueda de sentido: fundamentos de una cultura que supo convertir el tiempo en canto y el pensamiento en flor.
Referencia
León-Portilla, M. (Ed.). (2006). Trece poetas del mundo azteca. Fundación Editorial El perro y la rana.
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