Siguió pensando durante largo tiempo en la idea de congelar para siempre aquella mirada profunda, vacía y gris que sus ojos redondos y serios dirigían a las personas. Por alguna razón no lograba entender por qué demonios era tan raro, por qué alejaba a todo el mundo con esa presencia silenciosa que lo envolvía. Aun así, nunca se rendía: peleaba con sus propios demonios en silencio, a solas, en lo más hondo de su alma, rodeado de paredes vacías en una casa amarga y fría, donde hasta los insectos parecían petrificados por el tiempo.
La soledad era su compañera. La soledad era su amante. Y con ella hacía el amor de la única manera en que lo hacen los hombres solos. Así fue pasando el tiempo, y el hombre se fue volviendo sombra, una costra detenida en la marea de los años, un extraño en un siglo demasiado ruidoso y desarrollado para él.
De vez en cuando, un niño orejón, que pedaleaba su vieja bicicleta por el barrio, lo veía a lo lejos caminar encorvado y lento. No dudaba en alcanzarlo para lanzarle burlas terribles y ofensivas. Los murmullos de los vecinos tampoco eran color de rosa; el hombre extraño era un blanco fácil para todos. Él soportaba aquellos embates que para los demás resultaban graciosos, menos para él. Nunca decía nada. Nunca.
Un día llegó temprano al trabajo. El gerente lo llamó a la oficina y, después de media hora de discursos sobre la excelencia de los cuarenta años que había dedicado a la empresa, le dio un fuerte apretón de manos. Luego, sin rodeos, le anunció que estaban haciendo recortes y que lamentablemente sería cancelado. Le puso un cheque en las manos y no añadió una sola palabra más. El hombre recibió aquellas cuchilladas en silencio. No dijo nada, ni lo haría jamás: era un hombre que escuchaba, pero que callaba.
Esa misma mañana fue a una ferretería. Compró doce metros de cuerda resistente y caminó hacia su casa más feliz que nunca. El niño orejón volvió a abordarlo y le gritó uno de sus insultos habituales. Él, por primera vez, lo saludó. El niño quedó paralizado de la impresión.
Al llegar a su casa, preparó café, huevos y pan tostado. Después buscó en su techo de zinc una barra que pudiera sostener el peso de su miseria. Amarró la cuerda con fuerza y esperó a que la claridad fuera devorada por la noche.
Cuando por fin estuvo listo, se puso la mejor ropa heredada de su padre. Se subió en una butaca, colocó la cuerda alrededor de su cuello y dejó que ella comenzara a tragarse su aliento. Antes de soltarse… sonrió.
Compartir esta nota
