Como los hombres de genio, los verdaderos artistas (que a veces también son genios, pero no siempre es así ni es necesario que lo sea) casi siempre son ignorados e incomprendidos en vida; su reconocimiento suele ser tardío o póstumo. Pero si esto sucede en el universo de las letras y en el de la ciencia, en el ámbito de la pintura de los últimos cien años no se puede decir que haya ocurrido de esta forma, aunque desde luego hay excepciones. Un escritor vivo que goce hoy de reconocimiento no necesariamente será leído y valorado después de muerto; su obra literaria suele ausentarse del mercado cuando el escritor ya no está presente y, con raras excepciones, se lee de cuando en cuando, en tanto que la valía de los artistas plásticos (sean reconocidos o no en vida) suele aumentar después de su desaparición física. No siempre es así, por supuesto, pero no pocos escritores que en vida gozaron de reconocimiento son hoy día ignorados casi por completo, mientras que pintores despreciados en vida gozan póstumamente del reconocimiento unánime y, por consiguiente, los precios de sus obras también andan por las nubes (aunque no es el precio de una obra lo que define su valor artístico). Por increíble que parezca, la gente parece saber más de literatura que de pintura, cosa que no siempre era posible en los siglos pasados. Desde los últimos cien años, la pintura se ha estado limitando cada vez más a un grupito muy reducido de entendidos, de modo tal que, en nuestros días, pocas son las personas que saben algo aceptable sobre pintura. El hecho de que la literatura —que también es ignorada y a veces hasta marginada— sea más y mejor conocida que la pintura, es una muestra del gran desconocimiento que se tiene sobre el arte pictórico. Pero sin duda, una obra de gran valor —sea literaria o pictórica— por lo general está destinada a permanecer, independientemente de que el escritor o el pintor hayan sido valorados o no en vida; esto es lo que el tiempo ha demostrado hasta el momento, y, si la experiencia se repite, así será por siempre; pero nada sabemos sobre el futuro, salvo que es impredecible. En este orden de ideas, con la muerte física de José Cestero se le pone fin a una vida longeva —88 años— y se le da nacimiento a un nuevo ser. Es decir, el hombre ha muerto y el artista ha nacido. De modo que, de ahora en adelante, es probable que su obra corra mejor suerte.

Es verdad que sería una insensatez afirmar que Cestero no ha sido galardonado en suelo dominicano y que su obra no ha contado con buena acogida por parte de los sectores culturales, pero sería una insensatez mucho mayor creer que se lo ha valorado en su justa medida por el hecho de que haya recibido los principales premios y galardones pictóricos del país. No cabe duda de que se lo ha premiado y condecorado como a pocos pintores dominicanos, pero, a la larga y en términos artísticos, ¿estas frivolidades sirven de algo a un artista de la envergadura de Cestero? La verdad es que sirven de muy poco. Cestero —insisto— no fue debidamente valorado en vida, pero hasta ahora no lo ha sido ningún artista plástico dominicano. ¿Quién, por ejemplo, se atrevería a decir que José Cestero, Ramón Oviedo o Alberto Ulloa son apreciados de la forma que merecen? Son tres grandes artistas que han dejado un legado imperecedero en términos artísticos; los tres poseen obras cuya calidad nada tiene que envidiar a las obras de otros grandes pintores americanos de las últimas décadas. Pero la autenticidad —en cualesquiera de los ámbitos de la vida en que tenga lugar— es objeto de incomprensión cuando nace. Y es evidente que un pintor tan extraño y tan grande como Cestero no pintaba pensando en los críticos y el público, pues, como todo verdadero artista, creó con indiferencia ante los críticos y el público, puesto que complacer a los críticos y al público hubiese sido lo mismo que renunciar a pintar. Un artista —cuando es un poeta— no sacrifica su propio gusto para satisfacer el gusto de otra persona. Aunque triunfe o fracase ante los ojos de los críticos y del gran público, un poeta crea poesía de conformidad con su libre concepción del arte.

Cestero fue a todas luces un pintor arriesgado. Muy arriesgado; pese a las teorías, las modas y los convencionalismos que rodearon a su entorno, Cestero se atrevió a ser él. Artísticamente se apartó del montón y, de ese modo, encontró su propio camino. Se puede decir de él, como de pocos artistas contemporáneos, que fue un pintor que se encontró a sí mismo. De ahí que su arte sea tan auténtico, con un estilo inimitable e inconfundible. Y ya se sabe que un pintor muy personal, lo quiera o no, siempre terminaría creando algo distinto y único. Pero aunque no se propusiera ser diferente al resto, Cestero crearía inevitablemente algo diferente y original, pues los grandes artistas no necesariamente se  proponen ser distintos, sino que lo son por esencia y naturaleza. Son de algún modo seres anómalos, y, al crear, jamás renuncian al ser que llevan dentro de sí. Por ejemplo, Cestero es algo así como el Paul Cézanne dominicano, puesto que, como Cézanne en la Francia de su tiempo, Cestero ha creado en República Dominicana una obra inmensamente personal, rica y poderosa. Una obra que se aparta del gusto de sus contemporáneos. Es una obra artísticamente mejor, o peor, que la de otros grandes artistas modernos, pero en todo caso una obra distinta. Y no sabemos si logró dar lo mejor de sí en su trabajo, que es de valor incuestionable, pero no hay duda de que fue un poeta mayor. Ciertamente, no existe nada tan insólito como el nacimiento de un poeta mayor, pero Cestero fue uno de los contados —muy contados— poetas mayores que ha dado el suelo dominicano.

Es una lástima, sin embargo, que los políticos dominicanos desconozcan y menosprecien la valía del arte pictórico. Desafortunadamente, nuestros funcionarios estatales no promueven ni apoyan a los pintores dominicanos, lo cual es un problema letal para el arte, puesto que sin promociones nacionales e internacionales no puede ser debidamente apreciada una obra de arte pictórica. ¿Cómo podrían los expertos internacionales valorar o hacer mención de obras que, en la mayoría de los casos, ni siquiera han visto? Es preciso hacer connotadas exposiciones nacionales e internacionales con las obras de nuestros mejores artistas plásticos, y, aunque no cabe duda de que este país constituye en los últimos tiempos uno de los más emblemáticos destinos turismos del mundo, es indispensable fomentar un turismo cultural y a la vez crear museos esencialmente compuestos de obras de grandes pintores dominicanos. Es preciso, como hacen en otros países, presentar las obras y a los pintores ante el público internacional. Y si los presidentes dominicanos —además de todos los funcionarios públicos de gran fuerza gubernamental— brindaran un apoyo correcto a las artes plásticas, hoy día nuestro país contara con pintores de amplio renombre universal, puesto que entre todas las artes dominicanas —literatura, música, etc.— la pintura es, sino la más fecunda, al menos una de las artes que más ha contado con artistas de primer nivel, pues tenemos pintores —Cestero es uno de ellos, por supuesto— que, desde el punto de vista del valor artístico, no son inferiores a los más célebres pintores modernos del continente. Pero siempre es el Tiempo —verdugo inconmovible— el que tiene la última palabra y, a la larga, es el que dictatorialmente define el verdadero valor de las obras de arte. En todo caso, el mérito de la obra de Cestero parece obvio.

EN ESTA NOTA

José Agustín Grullón

Abogado y escritor

José Agustín Grullón Nació en La Vega, República Dominicana, pero reside en Santiago de los Caballeros desde hace más de una década. Es licenciado en Derecho por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA) y agrimensor por la Universidad Abierta para Adultos (UAPA). Cursa además un postgrado en Legislación de Tierras. Ha cursado algunos diplomados sobre Derecho Inmobiliario, Bienes Raíces, Topografía y Derecho Sucesoral. Como escritor ha publicado el libro de cuentos Las ironías del destino (2010).

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