Históricamente, el género del cuento se ha caracterizado por sus rigurosas restricciones (Cortázar lo comparaba con una esfera), y desde las directrices teóricas que instaurara Juan Bosch en el país, no suele ser el favorito para fungir como objeto de laboratorio. Frente a la poesía o la novela, que admiten tantas flexibilidades, jugar con un armazón tan cuadriculado como el cuento parece inverosímil. Pero prevalece un ansia de reforma entre los autores emergentes, sobre todo en los jóvenes, una postura que tiende al cuestionamiento permanente de los cánones establecidos. Uno de los jóvenes promisorios que parece orientarse en esta línea es el romanense Víctor Andrés De Oleo. Con Así juegan los villanos (2024), parece eludir adrede cualquier criterio de clasificación y explora, como hiciera con Conejos & Bastones (Premio Joven de Cuento Pedro Peix 2021), distintas vertientes temáticas y estilísticas que responden a su constante búsqueda de experimentación.

Así juegan los villanos es un libro de trece cuentos, de estilo fresco y coloquial, que constituye un mosaico de situaciones y personajes diversos; por un lado, historias que tienden a la fatalidad y resaltan su carácter inevitable, como «Los zurdos mueren antes», «Otro Job», «Los bacás también lloran». Historias matizadas por visos de calidez y esperanza, pese a los sinsabores de circunstancias fortuitas y terribles, como «La breve resurrección», «La biblioteca onírica», «Noches en la ventana».  También se destroza cualquier tribuna moral y salen a relucir raíces primitivas y grotescas del alma humana, sobre todo en cuentos como «Otra noche quieta» y «La caída del cielo» (este último con una virtuosa referencia a «La mujer», de Bosch). Hay muestras de difícil digestión con estela histórica y poética como «Sueñan las piedras con mariposas». Se develan sueños de lucha y reivindicación en los personajes más pequeños e inesperados, como en «Tengo un sueño, Buri». Y, entre facturas de largo aliento, el libro se permite remansos no menos efectivos y solventes, como «Las palabras del doctor Canela» o «Mensaje póstumo».

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, que tienen como eje la ciudad y sus complejidades, De Oleo recurre a un espacio ficticio con características rurales, como hiciera Gabriel García Márquez o Virgilio Díaz Grullón. Parajes muchas veces hostiles donde ocurren cosas trágicas y maravillosas. En este caso, Víctor Andrés concibe el pueblo de Santa Lluvia, cuyo marco ficcional deviene en personaje recurrente en casi todos los cuentos. De hecho, los protagonistas suelen ser las ovejas negras de este pueblo o individuos marginados e imbuidos en sus propias tribulaciones. Santa Lluvia, supersticioso y cruel, que se presta fácilmente a las causas más feroces y rechaza sin misericordia a quienes no se amolden a sus preceptos, es ese pueblo de provincia en el que todos se conocen y comparten un sentido muy rudimentario de cohesión. Un pueblo que desconoce de escalas grises. Su influencia cala tan hondo en el drama de quienes cuentan sus miserias y anhelan otras latitudes, que parece imposible que sus vidas trasciendan fuera de su órbita.

El acoso de la muerte y el dolor de la pérdida fungen como los temas neurálgicos del libro. Pareciera que De Oleo trenza los hechos en torno a heraldos negros (recordando el famoso poema de Vallejo) que conducen de una forma u otra a desenlaces amargos y fatales. El cuento «Otro Job» habla de un «observador»; en «Los bacás también lloran» hay un «mensajero», una criatura con oscuros propósitos; en «La caída del cielo» se puede advertir a un narrador extraño que sigue pacientemente los pormenores que preceden la catástrofe. La muerte desde uno y otro ángulo. Casi se pueden percibir las notas sombrías de su violín como en aquel célebre autorretrato de Arnold Böcklin. En definitiva, se le atribuye tanto protagonismo a su figura que trasciende su calidad de personaje y se extiende como una sombra opresiva e implacable en el trasfondo de las historias.

En términos estructurales, De Oleo procura hacer énfasis en la limpieza de su prosa; tal vez motivado por el estilo sobrio de Díaz Grullón, tiende a las oraciones cortas y evita las florituras retóricas, aunque se permite de vez en vez alguna imagen poética.  Le interesa el humor y, de manera particular, el ritmo trepidante en que se suceden los hechos; el ámbito de introspección de sus personajes, y tal vez por eso no se valga de cortapisas para la redacción de sus diálogos y pensamientos. Con respecto a esto último, quizá falte todavía definir pautas internas y superar sus tentativas de ensayo y error, de manera que se eviten inconsistencias y se establezcan pactos de lectura más claros. Fiel a su espíritu curioso y divergente, las más de las veces el autor se sirve de un cóctel de recursos de este tipo para conferirle mayor dinamismo al curso de los cuentos. Pero quizá deba cuidar los excesos y medir su calibre.

En suma, Así juegan los villanos se perfila como un muestrario notable de las dotes narrativas del autor, quien ya denota un lugar muy promisorio en la oferta literaria local. El crítico dominicano José Alcántara Almánzar resalta sus cualidades técnicas en el género y asegura que «nos encadena a sus historias mediante una prosa plena de giros y sorpresas». Como otros escritores de su generación, De Oleo se aboca a trabajar incesantemente sobre moldes convencionales y desafía sus límites. En ese sentido, su lectura supone un acercamiento a la literatura dominicana incipiente, llena de voces y propuestas pendientes de estudio. Emociona pensar que, entre esa constelación de obras que empieza a despuntar en el horizonte, el nombre de este libro pueda brillar con luz propia.

Ronny Ramírez

Poeta y ensayista

Ronny de Jesús Ramírez Pichardo (Santo Domingo, 1994). Poeta, articulista, corrector. Es licenciado en Letras por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Maestrando en Lingüística Aplicada a la Enseñanza del Español por la misma universidad.

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