Vivimos rodeados de palabras. Opinamos, reaccionamos, comentamos… Pero ¿cuántas veces nos detenemos realmente a argumentar?
Estas líneas ponen en el centro una habilidad fundamental que muchos creen dominar solo por el hecho de tener una opinión: argumentar. Sin embargo, argumentar no es simplemente expresar lo que uno piensa. Es construir una idea con conciencia, con ética y con responsabilidad. Es preguntarse no solo qué pienso, sino por qué lo pienso, desde dónde lo pienso y cómo puedo compartirlo de manera que el otro también se cuestione.
Argumentar es, en cierto modo, un acto de humildad intelectual: uno defiende su postura, sí, pero siempre deja una puerta abierta al diálogo. En tiempos de discursos apresurados, absolutistas, o de opiniones lanzadas al viento sin contexto ni fundamento, la capacidad de argumentar se convierte en una forma de resistencia ética, profesional y empática.
La academia tiene la responsabilidad de fomentar esta habilidad en sus miembros: estudiantes, educadores, ciudadanos. Argumentar con evidencia, respaldar nuestras ideas con fuentes confiables, referencias, datos, es esencial en una era marcada por la desinformación. La argumentación bien ejercida no solo fortalece el pensamiento individual, sino que construye conocimiento colectivo.
Formular una opinión con sustento es un acto profundamente político, en el mejor sentido del término: nos posiciona como sujetos activos en la conversación pública. Y hacerlo desde un lenguaje académico, lejos de ser un capricho elitista, nos permite organizarnos, situarnos en una tradición de pensamiento, dialogar con quienes nos precedieron y con quienes vendrán.
Eso sí: el lenguaje académico debe ser un puente, no una barrera. No está para uniformar, sino para incluir. Debe acoger voces diversas, trayectorias distintas, acentos múltiples. Argumentar bien también exige nutrir el pensamiento. Ese alimento viene del arte, la cultura y la sensibilidad que cultivamos. Leer literatura, ver cine, asistir a una exposición, escuchar música, contemplar el mundo con mirada abierta… todo eso enriquece nuestros argumentos. Cuanto más amplio es nuestro horizonte cultural, más matices puede tener nuestra palabra. Y cuanto más cultivada es nuestra mirada, menos espacio habrá para la exclusión.
Como artista y educador, no puedo dejar de insistir en la importancia de apreciar el arte para afinar el pensamiento. Desde el claroscuro de Goya hasta la paleta viva de Van Gogh, desde una representación teatral de Medea, que nos enfrenta al límite del dolor humano, hasta la música de El lago de los cisnes, un tango de Gardel o un merengue dominicano. Todo ello nos enseña a entender al otro, a ponernos en su lugar, a argumentar sin herir.
Por eso invito a leer con curiosidad, a observar con sensibilidad y a escribir con generosidad. Porque argumentar no es imponer: es invitar a pensar juntos. Un buen argumento no excluye: amplía. No impone: transforma.
Nota: Este texto está inspirado en mi disertación durante el acto de premiación del Concurso de Ensayos de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid, en el que participé como jurado.
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