Autores: Eduardo Jorge Prats, Manuel Fermín Cabral, Yurosky Mazara, Luis Antonio Sousa Duvergé, Roberto Medina Reyes, Ariel Valenzuela Medina, Pedro J. Castellanos Hernández, Álvaro García Taveras, Julián Gómez Mencía y Anthony Alba Araúz*
En un ejercicio de auténtica democracia jurisdiccional, dos jueces titulares del TCRD, los magistrados Alba Beard Marcos y José Alejandro Vargas, han suscrito magníficos votos disidentes en los que establecen los puntos insistentemente invocados por AIB (así como sistemáticamente ignorados por el Estado). Ambos son rescatables y señalan el camino que debió emprender el TCRD al resolver el caso del Aeropuerto Internacional de Bávaro.
Por una parte, Beard Marcos ha emitido un voto valiente y brillantemente sustentado. En él, formula un recorrido certero y preciso sobre las sucesivas instancias administrativas que agotó AIB entre los últimos compases del año 2019 y el primer tercio de 2020, esto es, antes de que la arbitrariedad estatal hiciera su entrada en escena. Para la magistrada Beard, es claro, no solo que el voto mayoritario del TCRD ha protagonizado un ejercicio fallido de su deber de argumentación, sino que, además, ha convalidado un procedimiento de lesividad carente de todo fundamento normativo, confirmando también la aplicación torcida de la legislación sectorial y la invocación extemporánea y desviada de una norma inaplicable al proyecto de AIB.
Para la jueza disidente, es notorio que el procedimiento de lesividad se efectuó en franco desconocimiento del material constitucional y legal que le sirve de sustento. Por ello, tanto el TSA como la SCJ y el voto mayoritario del TCRD erraron gravemente, no solo al convalidar acríticamente aquel procedimiento, sino también al no motivar con suficiencia su desacertada confirmación de la acción administrativa de lesividad. Uno de los puntos más álgidos de su voto (y que convoca una reflexión colectiva sobre los cimientos del gobierno en un Estado constitucional) es aquel en el que invoca una violación al principio de continuidad del Estado: y es que el proceder gratuito, intempestivo y salvaje que ha protagonizado el Estado en perjuicio de AIB no hace más que inyectar «inestabilidad y desconfianza sistémica en el orden jurídico, social y económico del país». AIB hace suyas estas consideraciones, sobre todo esta última.
El magistrado Vargas, en un voto de magnífica sustanciación, también plantea puntos de alto interés. A su juicio, por ejemplo, deviene de todo punto improcedente (y, en el límite, irrazonable) exigir a la inversión privada el agotamiento de procesos e instancias que, en el momento en que se plantea su necesidad, concierne a procedimientos carentes de expresión práctica ante autoridades inoperantes. El juez discrepante hace bien en subrayar que, a la fecha en que se exigió a AIB la sujeción a la Ley de Alianzas Público-Privadas, la aplicación de los reglamentos necesarios para su desarrollo carecía de evidencia empírica (dicho llanamente, no habían comenzado a ser aplicados) y la propia autoridad reguladora, es decir la Dirección General de Alianzas Público-Privadas, no había comenzado a operar de manera formal. ¿Cómo, entonces, puede pretenderse con seriedad que un proyecto de inversión de amplio alcance y cuantiosa inversión (como AIB) se someta a la mencionada ley de manera efectiva y con razonables garantías de prosperidad? La exigencia de agotar un «imposible normativo» deviene un «injusto administrativo» cuya convalidación resulta inconcebible en el marco de un Estado social y democrático de Derecho como el dominicano.
El juez Vargas coincide con la magistrada Beard Marcos: el voto mayoritario ha quedado muy por debajo del estándar de argumentación que impone la Constitución a los poderes públicos (entre ellos, naturalmente, el TCRD). Insiste en que la iniciación, desarrollo y conclusión del procedimiento de lesividad, así como el agotamiento de su fase judicial, estuvieron antecedidas por premisas técnicas erradas y concepciones jurídico-normativas insostenibles. Las infracciones constitucionales son, pues, evidentes.
Ambos jueces disidentes confluyen en una conclusión fundamental: los recursos de revisión constitucional planteados por AIB debieron ser acogidos y consecuentemente anuladas las decisiones emanadas de la SCJ. Los motivos sobraban y la evidencia para sostenerlo estuvo a la vista de la judicatura. El resultado es, entonces, fundamentalmente inexplicable.
Al valorar el caso, el TCRD incurrió en dos errores (por momentos, en ambos a la vez): rehuyó los puntos centrales de la denuncia planteada por AIB contra las actuaciones del IDAC y las decisiones del TSA y la SCJ (concentrándose, más bien, en elementos secundarios y tangenciales), acudiendo además a motivos inconexos e insuficientes para desestimar los cargos constitucionales sometidos a su arbitrio. En ambos casos, el resultado es el mismo: el Estado de Derecho, desde la perspectiva de la inversión privada, se revela errático e indomable, y dominado por la “mano invisible” (en expresión smithiana) de los grupos de presión detrás de este litigio.
Particularmente malparada queda la técnica de la suplencia de motivos, elemento central de todo el conflicto. Es inaceptable (para AIB, y para cualquier otro justiciable) que, en ejercicio de la misma, la SCJ efectúe libremente una valoración gratuita del marco fáctico de los procesos, una nueva ponderación del acervo probatorio y una reconstrucción radical de la motivación de los tribunales inferiores. La técnica en comento no sirve a estos propósitos, no ha sido pensada para ello. Conceder lo contrario es desmontar la filosofía originaria de la actual organización judicial y, por el camino, reformular (a peor) el rol que se supone funge la instancia casacional en lo que se refiere al control sobre la correcta interpretación y aplicación del Derecho.
Por otra parte, es de rigor enfatizar la incomprensible aplicación que de la Ley de Alianzas Público-Privadas se ha hecho en este proceso, cuestión que sobrevuela todo el litigio y que los jueces del caso abrazaron de manera irracional. Se trata, sin más, de una ley materialmente inaplicable a proyectos como el que protagoniza AIB, en la medida en que este último concierne a una operación articulada sobre capital puramente privado (si bien comprometido en plenitud con la regulación sectorial contenida en la Ley de Aviación Civil, norma precisamente diseñada para esta clase de iniciativas).
Más aún: incluso en caso de que se pueda conceder su aplicabilidad (expuesta, como se ha dicho, a potentes objeciones), quedaría planteada la cuestión sobre su eficacia, atendiendo a la operatividad meramente estética de los mecanismos, instancias y autoridades llamadas a intervenir en el desarrollo de la Ley de Alianzas Público-Privadas. Tal como apuntó en disidencia el magistrado Vargas, resulta esencialmente improcedente exigir la sujeción a procedimientos desprovistos de anclaje práctico y reclamar el compromiso con una autoridad (la Dirección General de Alianzas Público-Privadas) que, también a efectos prácticos, aún hoy carece de los mecanismos necesarios para dar ejecución a sus propias atribuciones. Pasar por alto estos elementos implica someter a la inversión privada (local y extranjera) a la satisfacción de un marco regulatorio de imposible cumplimiento.
El resultado de este caso, y en particular la argumentación que el TCRD ha adoptado en relación con los derechos fundamentales y principios constitucionales invocados por AIB, sienta un precedente funesto en relación con el tratamiento que al parecer dispensa el Estado dominicano a las inversiones privadas que no se alinean con un determinado marco de intereses. La cuestión resulta especialmente grave cuando la voracidad estatal se cierne sobre sectores (como el aeronáutico y aeroportuario) clave para el desarrollo económico nacional.
Este último punto conecta con un aspecto todavía más preocupante, y es el que concierne a la certeza, previsibilidad, seguridad y confianza que debe el Estado dominicano a la inversión extranjera reflejada en el proyecto encarnado en AIB. En este punto, hay un hecho que no admite discusión: la cuantiosa inversión extranjera inyectada hacia el proyecto ya se había concretado (y se sigue concretando) cuando se planteó el desafío arbitrario capitaneado por el IDAC y secundado por el TSA, la SCJ y el TCRD. De manera específica, la participación accionaria de capital extranjero es, en el caso de AIB, uno de los elementos que resalta de la composición y estructura del proyecto y que, además, resulta directamente proporcional a su envergadura.
Esa inversión extranjera, eminentemente concreta y nada “abstracta”, cifrada mayoritariamente en la inversión acometida por actores de renombre en el sector como Grupo Aeroportuario del Este S.A.B. de C.V. (Grupo ASUR), es una de las grandes damnificadas por lo resuelto por la judicatura actuante. Es, además, una de las razones por las cuales, ante lo ocurrido, quedan activados los mecanismos de resolución de controversias ante foros especializados que prevén los tratados internacionales ratificados por el Estado dominicano en materia de protección a la inversión privada. Lo penoso, en todo caso, sería precisamente que se verifique la necesidad de ventilar ante instancias supranacionales lo que, de manera lamentable, no supo (o no quiso) proteger el aparato estatal.
Si el marco legal dominicano se comporta de forma inestable, arbitraria y permeable a los cambios políticos en la Administración central, el efecto disuasorio sobre la futura inversión privada no tardará en verificarse. La incertidumbre generada por el IDAC, el TSA, la SCJ y el TCRD promete una ralentización del desarrollo económico y la creación de empleo, pues difícilmente puedan futuros inversores estimar el entorno regulatorio como uno razonablemente predecible y seguro. Es altamente probable que esos capitales recalen en otras latitudes, o que, de recalar en suelo dominicano, opten por la cautela y redoblen su apuesta por garantías supranacionales que radiquen cualquier controversia ante la justicia arbitral. Por lo tanto, este caso va más allá de la disputa inmediata sobre un aeropuerto: es un indicador crítico para el clima de inversión general y la confianza en la capacidad del sistema legal dominicano para salvaguardar los derechos fundamentales y proporcionar certeza jurídica.
La STC/0496/25 acusa un déficit argumentativo que en sí mismo infringe la Constitución de la República. Es decir, ahora, es el TCRD el que lesiona garantías fundamentales. Contra ello, no hay máscara que valga: el atropello, aunque se revista de procesos y procedimientos, sigue siendo atropello.
*Abogados del Aeropuerto Internacional de Bávaro, S.A.
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