Autores: Eduardo Jorge Prats, Manuel Fermín Cabral, Yurosky Mazara, Luis Antonio Sousa Duvergé, Roberto Medina Reyes, Ariel Valenzuela Medina, Pedro J. Castellanos Hernández, Álvaro García Taveras, Julián Gómez Mencía y Anthony Alba Araúz*

 Para justificar su decisión en el caso del Aeropuerto Internacional de Bávaro, el TCRD recurre a una argumentación que oscila entre lo incomprensible y lo paradójico. La kilométrica extensión de la decisión (inconsistente con la misión que recae sobre el Estado de emitir actos inteligibles) no se corresponde con la superficialidad del examen efectuado por el voto mayoritario sobre el objeto del litigio. La sentencia es en sí misma insuficiente, a tal punto de que solo se sostiene a partir de la insistencia en la falsedad de sus propias premisas. Cualquier análisis desinteresado sobre el razonamiento empleado en la STC/0496/25 permite detectar graves falencias argumentativas.

De un lado, el TCRD falsea el esqueleto argumentativo impulsado por AIB a lo largo de todo el proceso judicial. No es cierto –como afirma el voto mayoritario— que AIB no haya planteado de forma oportuna su denuncia de grosera violación al debido proceso. Así lo hizo la empresa, no solo ante el propio TCRD, sino también ante la SCJ y ante el TSA. Y lo hizo en los términos en que finalmente lo hizo (radiografiando de cuerpo entero, en cada uno de sus escritos, las absurdas infracciones al debido proceso por parte del IDAC y el Poder Judicial), no por casualidad, sino en correspondencia directa con la magnitud de la lesión que en su perjuicio protagonizaron los poderes públicos que intervinieron en el torcido procedimiento de lesividad.

Además, el TCRD rehúye los puntos esenciales del litigio. En efecto, al ponderar la denuncia de AIB por violación flagrante de sus derechos a la libre empresa y a la propiedad, el voto mayoritario se enfoca en una cuestión secundaria que nunca fue discutida por la empresa. En efecto, en ningún momento AIB ha pretendido introducir al imaginario colectivo la idea de que la regulación económica es en sí misma ilegítima. Lo que se ha denunciado en este caso es que se ha pretendido camuflar como “regulación” lo que no son más que vías de hecho (judiciales y administrativas) en perjuicio de una iniciativa privada lícita, es decir, actuaciones al margen de la ley (por parte del IDAC, del TSA, de la SCJ y, en última instancia, del mismo TCRD) que, justamente, son las desvirtúan el concepto de regulación que se desprende de la Constitución dominicana y de la legislación administrativa vigente.

Efectivamente, la simple lectura de la decisión del voto mayoritario revela una innecesaria insistencia en reiterar que la libertad de empresa no está exenta de cumplir la regulación económica que establezca el Estado para encauzar la actividad productiva de los distintos sectores y rubros que confluyen en el mercado. Pero –reiteramos— AIB en ningún momento cuestionó la pertinencia de la regulación económica: lo que se puso en tela de juicio fue el sometimiento de su libertad de empresa a requisitos irrazonables, fundamentalmente inaplicables y exigibles solo bajo una cuestionable aplicación retroactiva de normativa inaplicable a proyectos como el de AIB. El problema no es (y nunca fue) la regulación, sino el modo en que la misma ha sido interpretada y empleada. La inexplicable lectura que sobre la Ley de Aviación Civil ha efectuado el voto mayoritario reunido en la STC/0496/25 (asumiendo, por demás equivocadamente, que dicha norma no prevé un procedimiento específico para el desarrollo de iniciativas privadas en el sector aeroportuario) es prueba suficiente del entuerto que decidió protagonizar el TCRD. Sobre estos puntos, la STC/0496/25 dice más bien poco, enfocándose, con machacona obstinación, en razonar sobre cuestiones periféricas que no sirven (o que sirven solo en parte) para explicar el quid del asunto.

Así que requiere una poderosa explicación que el voto mayoritario del TCRD se haya contentado con reiterar una serie de consideraciones generales sobre el concepto de regulación y su encuadramiento en el sistema. Tal no era el objeto de discusión y no debió ser el enfoque argumentativo al resolver el conflicto. Conceder acríticamente que semejante respuesta sea suficiente para abordar un conflicto tan inverosímil como grave, además de suponer un soslayo patente del derecho a la motivación (y, con ello, de la garantía fundamental del debido proceso), implica una suerte de menosprecio a la inteligencia de quienes intervinieron en este litigio.

Otro punto nodal concierne a la ilegítima (y del todo excesiva) sustitución argumentativa que efectuó la SCJ en relación con la motivación adoptada en su momento por el TSA. El voto mayoritario del TCRD ha decidido validar la peor forma de ejercer una técnica casacional que tiene mucho tiempo vigente entre nosotros. En rigor, lo que ocurrió en la especie es que la SCJ se adentró en los hechos, efectuó una reconstrucción radical del razonamiento del TSA y, peor aún, integró nuevos argumentos sobre el caso. Así, con esa voracidad, la SCJ engulló todos y cada uno de los derechos que ostenta AIB en el marco de la garantía del debido proceso.

No es solo que la ley que rige el procedimiento de casación (y la propia jurisprudencia casacional) impiden que la SCJ ausculte hechos, razone sobre los mismos y, a partir de ahí, sustituya a las jurisdicciones inferiores en su ponderación de los casos sometidos a su arbitrio; además, es que la SCJ, como órgano del Poder Judicial, no está pensada para tales cuestiones. AIB denunció este despropósito decisorio ante el TCRD. Pero éste se limitó –recurriendo a una familiar superficialidad— a señalar que la suplencia de motivos es una técnica admitida en el modelo dominicano y que su aplicación en modo alguno puede tildarse de ilegítima. El TCRD vuelve a tapar el sol con un dedo: AIB no impugna la técnica en abstracto, sino su aplicación en concreto. La huida, en este punto, es de manual.

Lo mismo ocurre con el razonamiento que efectúa el TCRD en relación con la afectación contra AIB de los principios de seguridad jurídica y confianza legítima. La argumentación plasmada en la STC/0496/25 rezuma una indisimulada intención de enfrentar solo las porciones secundarias del problema, ignorando el meollo de la cuestión, esto es, la pregunta sobre si pueden actos administrativos –presumidos estables y lícitos— ser cancelados de forma intempestiva sobre invocaciones abstractas (empíricamente indemostrables) de violación al interés público, y si los criterios de actos favorables pueden variarse de manera arbitraria para en su lugar establecer precedentes que falsean la aplicación de la ley o que, más salvajemente, favorecen la aplicación retroactiva de normas materialmente inaplicables. Todo esto es dejado de lado por la farragosa argumentación del voto mayoritario que acordó la STC/0496/25.

Estos motivos son suficientes para que un tercero imparcial comprenda lo que AIB viene advirtiendo desde el principio: que todo el trámite judicial del presente caso viene marcado por una ligera inclinación en provecho de algunos competidores en el sector aeroportuario. A quien interese profundizar, la argumentación empleada por el voto mayoritario del TCRD para intentar justificar su decisión sobre el resto de puntos (entre ellos, la aplicación retroactiva de la ley, el falseamiento del procedimiento de autorización previsto en la Ley de Aviación Civil, la insólita extensión del ámbito de aplicación de la Ley de Alianzas Público-Privadas, la razonabilidad meramente cosmética del procedimiento de lesividad, la desnaturalización del cuadro fáctico del caso y la teorización inconsecuente sobre los conceptos derechos adquiridos y expectativas legítimas, razonamiento este último que tiende a destrozar todo el andamiaje regulatorio confeccionado en los últimos años para promover, no cancelar, la inversión privada), además de incompleta, resulta abiertamente contradictoria con la protección constitucionalmente suministrada en relación con la libre empresa e iniciativa privada.

*Abogados del Aeropuerto Internacional de Bávaro, S.A.

EN ESTA NOTA

Eduardo Jorge Prats

Abogado constitucionalista

Licenciado en Derecho, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM, 1987), Master en Relaciones Internacionales, New School for Social Research (1991). Profesor de Derecho Constitucional PUCMM. Director de la Maestría en Derecho Constitucional PUCMM / Castilla La Mancha. Director General de la firma Jorge Prats Abogados & Consultores. Presidente del Instituto Dominicano de Derecho Constitucional.

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