La cultura abre puertas para el entendimiento de los tramos de los comportamientos humanos. Está dentro de la lógica del pensamiento occidental concebir que las instituciones estatales y la nación sean la razón suficiente para pensar el mundo de una manera mágica y dulce, en el marco de la confianza, de unos cuerpos bioculturales.

A pesar de tales discursos, sigue siendo problemático encarar la fragmentación y los poderes de ciertos grupos de clases y corporaciones empresariales que convierten el poder en una torre de cráneos.

La gente común está  sometida a un control que lo confina a narrativas y centros restrictivos societales. La diversidad cultural está siendo acorazada por proyectos homogéneos. Es una época que limita la capacidad creadora y las evocaciones individuales.

Lo común es encontrarnos con el campo de la neuralgia y esclerosis de nuestras propias emociones y comportamientos. Se restringe el poder de defender nuestros mitos, deseos y goces.

Estamos atrapados en delirios compulsivos. Las convulsiones sociales y el cambio de humor de ciertos líderes mundiales con sus gritos de guerra nos imponen la impotencia y el terror en la mirada.

Los medios de comunicación muestran que el “Vivir” es quemarse bajo los misiles y ver pasar los vehículos de guerra. La muerte, está en la pasarela de lo cotidiano.

Es el horror epocal. Está muy claro que unos pocos humanos quieren imponer un orden, en el marco de un desorden típico del ocaso. No dan tregua, ni dan pasos a las palabras. Este desconcierto se escapa de nuestras oraciones y sortilegios.

Ni la neurociencia puede ofrecer las pastillas o los tratamientos electroconvulsivos para imponer una razón amigable a los cerebros que están enfrentando “los grandes misterios” de la geopolítica internacional.

Y es en este contexto que recordé a un viejo Dios llamado Yocahú, un espíritu de tres puntas que representaba a tres clanes originarios de la isla. Los aborígenes lo nombraron Yocahú-Bagua-Maorocoti, de ahí los tres nombres y sus direcciones, que identifican al señor de la yuca o mandioca.

Era un Dios benevolente, pues aquel proporcionaba un alimento no perecedero. En una cultura neolítica esto era una tecnología avanzada. Su función es fertilizar la tierra y hacer crecer el tubérculo en grandes proporciones.

No obstante, era un Dios que se sometía a la fuerza humana. Para lograr su propósito necesitaban enterrarlo y orinarlo. En ese viaje al interior de la tierra o inframundo (conuco), su poder se concentraba en fertilizar y dirigir el crecimiento y con ello, hacer parir la tierra.

El principio divino de este Dios era abrir su boca y permitir que las sustancias nutritivas de la tierra, junto a la orina, lo alimentará y con ello poder nutrir la yuca. La colonia castellana y su proyecto de evangelización suprimieron la adoración de este Dios, pero no abandonaron las prácticas de su siembra, ni la preparación del casabe por ser un alimento valioso para el sustento de la colonia. Era el pan de cada día que se ingería en los tres tiempos (desayuno, almuerzo y cena). Se conservaba como ningún otro pan, por largo tiempo, lo que impedía la hambruna.

Yocahú se transfiguró, convirtiéndose en memoria material y simbólica en el marco identitario. No hay culto popular para este Dios, pero constituye un alimento que se ingiere dulce o salado en diferentes espacios de la vida cotidiana del dominicano. El casabe forma parte de ceremonias indo-afrodescendientes, aunque no aparece visible la figura del Dios. No lo necesita; a todos y todas nos gusta el casabe y lo consideramos nuestro. Un Dios benevolente que atravesó los siglos, sin reproches ni representación.

Y porque pensar en este Dios, en el contexto de la política mundial. A decir verdad tuve una epifanía. Yocahú era particular, se sometía a la fuerza de los humanos. Permaneció en el saber popular, no sólo por ser un pan delicioso, sino porque su viaje, a través de la tierra, lo envolvía en la pasividad, lo nutritivo, la entrega, el prodigar lo mucho, el saber antiguo del compartir, para dar paso a la fuerza comunitaria.

Yocahú es un pan que personaliza muchas manos desde la siembra hasta su preparación. El casabe con su redondez, como forma antigua de presentarlo, anunciaba, la fuerza de lo comunitario. Así, como el  Dios (Jesús) en el cristianismo muere para la redención y resurrección. En cambio, la razón moderna, no cede a la comunidad, ni al poder de ser y estar con la voluntad de vivir en armonía y paz, con todo lo existente sobre el planeta.

La razón de los ilustrados, no encara nuestra abundancia, sino la escasez y el miedo.  En el ámbito de las virtudes, podemos arrojarnos al placer de crear, o el disfrute sin culpa de nuestra diversidad de cuerpos. Por qué no aceptamos nuestra subjetividad. La humanidad necesita dejarse inundar, por la abundancia de  la alegría que procede de las estaciones, la lluvia, el sol y el mar, entre otras.

La razón del poder territorial reduce el movimiento, construye muros y no diálogo.  Necesitamos memorias incluyentes y abandonar el fantasma del horror de la guerra y el armamentismo. Abrirnos al pacifismo, es aceptar a Yocahú en los diferentes caminos de sus metáforas.