Ayer sentí que tenía 11 años de edad cuando me senté a contemplar el mar desde el Malecón, justo donde desemboca la calle Sánchez y su generosa alcantarilla en días de lluvia; justo donde aprendí a nadar y a ganar amigos que todavía me duran; justo donde le hacía ojos bonitos a una coqueta nieta del gran Horacio Alvarez, gloria del Escogido (por lo que soy escogidista); justo donde me convencí de que Santo Domingo de los años cincuenta era la ciudad más bella del mundo, sin edificios de diez pisos y con guaguas y carros públicos que no bajaban de la Mella; justo donde empecé a celebrar lo que celebré ayer: ser dominicano.