La disolución cultural de nuestro tiempo hace más vívida la necesidad de revitalizar y unificar las disciplinas del espíritu, sobre la base de un humanismo actualizado. En efecto, tales disciplinas se ocupan de lo más esencial y característico del hombre, implicándolo como protagonista de la cultura y de la historia, y reclamando de él un compromiso con valores de hominización y supervivencia. No se es hombre por la sola pertenencia al reino de la naturaleza sino, más específicamente, por la capacidad de expresión, reflexión, acción y religación que permiten al ser humano distinguirse de ella, observarla, transformarla e incluso nombrarla. Se es hombre por hablar y expresarse, por ser capaz de meditar sobre todo aquello que los sentidos y la intuición descubren como datos primarios, y por la virtualidad de reconocer una pertenencia a la realidad que constituye y rodea el fenómeno humano. La situación del hombre es eminentemente trágica, al darse sobre el condicionamiento de su propia finitud, y la ineludible vocación hacia el conocimiento y el ser. En un breve transcurso vital se halla destinado a conformar un bagaje personal que surge de la soledad y el diálogo, el libre ejercicio del conocimiento y el reconocimiento afectivo, del arduo trabajo reflexivo y la donación del sueño.
Nadie ha sabido expresar más profundamente esa crisis que los trágicos griegos o los modernos pensadores existencialistas igualmente abocados a la manifestación simbólica del conflicto vital. Sólo el arte en su peculiar manera de plantear y ahondar los conflictos sin pretensión de resolverlos, puede dar cuenta de estas confrontaciones últimas a que se asoma el alma humana al desnudar su real condición.
La creación literaria se revela como camino privilegiado para la expresión de lo humano; favorece su contemplación y comprensión, así como el acceso a cierto modo de sabiduría. La figura mítica de Orfeo preside una verdadera escuela filosófica que tuvo extraordinario despliegue en Europa y América. No nos extraña advertir sugerentes analogías con figuras menos prestigiosas de otras mitologías (Xólotl, Karaí).
El creador protagoniza instancias muy profundas de conocimiento, autognosis, inserción colectiva y revelación profética; su literatura “sagrada” o “profana”, contiene gérmenes de Verbo, semillas de sabiduría que ayudan a los hombres a su crecimiento y autovaloración, así como a la valoración del lenguaje mismo.
La ausencia y la diferencia se introducen en el núcleo mismo de la conciencia que se pretende pura e idéntica a sí misma. La fenomenología dialógica resuelve el tema al abarcar la diferencia como un momento válido del crecimiento de la identidad o ipseidad. Ello no destruye la noción de presencia, tan importante como eje y significación última de la poesía.
Nos permitimos afirmar a la voz poética como conciencia fenomenológica en acto, subjetividad expresándose en su “para-sí” y expresando su intencionalidad constituyente. En tal función ontologizante nos es dado advertir su potencialidad de reconstruir.
Modernamente los filósofos han vuelto su mirada a esa vía profana de la religión, esa escuela salvaje del conocimiento, parienta sospechosa de la teología, que es la expresión literaria. La han reconocido no sólo como un modo válido del lenguaje sino como el lenguaje en plenitud, el lenguaje “en fiesta” que da cauce a la energía vital y creadora. Se ha descubierto en el lenguaje del poeta la epifanía del ser (Heidegger) y en el lenguaje del novelista la creación de un modelo ficcional válido para comprender e interpretar las situaciones históricas (Ricoeur). Se reconoce pues que la literatura—o la expresión simbólica por la palabra que hemos dado en llamar así en los últimos tiempos—no es en modo alguno pasatiempo ni juego ocioso sino despliegue del auténtico potencial humano, juego sí, pero juego significativo en alto grado.
Así restituida a su condición antropológica de expresión de lo humano, la literatura revela su continuidad con la vida, la sociedad y la historia; su condición de espejo interior, de nexo entre planos diferentes. Marcada por el peso del símbolo, la literatura lo devuelve a una instancia preformal, estimulando la libre proliferación de sus virtualidades, juega permanentemente entre polaridades aparentemente inconciliables como lo son el mito y la racionalidad. Entra así en un vasto campo no regido por dogma alguno, aunque cuidado por la vigilancia activa de la conciencia humanística, hominizante, del escritor.
El mito soporta ser creado, diversificado y aun cambiado de sentido, negado, fragmentado, pero también inevitablemente recobrado por la actividad poética genuina, no colonizada por el prejuicio deconstructivo. Es ésta la básica diferencia entre el ejercicio de una vanguardia creadora y aquel que caracteriza a la crítica. El artista rebelde es primero artista, y por serlo actúa libremente tanto frente al dogmatismo religioso como frente a su contrario, el dogmatismo agnóstico. Resulta así, que más allá de lo previsto por críticos como Julia Kristeva, es en función de la libertad como el mito religioso resulta poéticamente recobrado por creadores tan disímiles como Maiacovsky, Rilke, Eliot, Kakfa, Vallejo, Neruda, Paz o Huidobro. La poesía provee la superación simbólica y real de la situación trágica, no en forma de una solución estable y permanente sino en convergencias de sentido, en estaciones de acceso a la eternidad, que jalonan positivamente el camino humano.
Entre el abandono a la seguridad de la fe, y el libre ejercicio de la búsqueda racional, se abre el espacio de la imaginación creadora que zurce el desgarramiento trágico proporcionando en sí misma una escala de sapiencia. Por ello los antiguos veneraron la lira de Orfeo, y legaron su imagen convocante a una vasta familia de poetas.
En la poesía se configura verbal y musicalmente un mundo de imágenes, de palabras que convocan imágenes, un movimiento expresivo que capta y produce instantes privilegiados de comprensión. Lo externo es apoyo para consignar y fijar los acontecimientos internos. El sentimiento enlaza experiencias y disposiciones en conjuntos significativos. El poeta se hace intérprete de sus procesos interiores, abocándose a un auto descubrimiento que es base de un continuo avance en el conocimiento de toda realidad.
El poetizar es aventura intelectual-afectivo-estética, pero también moral y volitiva, como lo señalara Wilhelm Dilthey. Desde la percepción a la volición se abre un amplio espectro conducido por la emoción, que incluye un despertar interior y desencadena la necesidad expresiva. Se trata de un estado “preartístico”, la “mousiké” de que habló Platón, la armonía del alma de la que hablaron los pitagóricos, o el caos musical al que se refirió el vanguardista Leopoldo Marechal. Decía Pitágoras que el alma está compuesta por números concordes; ese estado musical desordena la habitualidad del lenguaje y vuelve a ordenarlo según los ritmos internos, apelando a imágenes concatenadas en una nueva inteligencia del mundo. Nace la obra como manifestación estética y comunicable, productora de un goce cognoscitivo y vital. Es para su creador purgación, catharsis, espejo de sus íntimos procesos, cauce de vida nueva y gozosa. “A joy for ever”. Para el lector es un conjunto significante que apela a todas sus potencias, induce las experiencias vitales y actúa como apertura a la revelación espiritual.