Es casi de sentido común, limitar el concepto corrupción al aprovechamiento que hace una persona de un cargo público para agenciarse beneficios materiales. Con esa idea, se restringe la existencia de ese corrosivo flagelo al estrecho ámbito de la política sin hacer una necesaria mirada sobre cómo la corrupción nace y muta constantemente sus diversas formas de su existencia; cómo su práctica va institucionalizando, de hecho y contra el derecho, en el modo operandi de la pluralidad de actores y sujetos políticos sociales, al tiempo de configurar con las naturales gradaciones el sistema político de que se trate.

En efecto, en la actualidad, uno de los principales lastres de la democracia es la baja calidad de la elección y representación de las autoridades municipales, congresuales, presidenciales e igualmente en la generalidad de las instancias de la sociedad donde se toman las más importantes decisiones relativas a la economía, la justicia, la cultura, la academia (en unas más que en otras), el deporte y en diversas instituciones de la sociedad civil.  No siempre, pero sí la más de las veces, las mayorías que se forman en esas instancias del sistema surgen de procesos electorales corrompidos por el dinero (sin importancia su procedencia), el miedo, el soborno, la extorción o la manipulación.

En todo el mundo, son frecuentes las denuncias de la colusión entre política, criminalidad organizada y sectores económicos de dudosa factura. En las elecciones italianas municipales actualmente en curso, se ha destapado el escándalo de candidatos de diversas vertientes de la derecha que han sido filmados negociando con la mafia para que les agencien votos, lo mismo sucede en Colombia en el presente y en pasados procesos electorales, donde sectores del crimen organizado extorsionan, sobornan, manipulan, asesinan, aterrorizan a diversos sectores de la población para impedir que voten por los candidatos de la izquierda sin que, como en las presentes elecciones, falten los insultos racistas contra la candidata a la vicepresidencia de esa corriente política.

En esos, como en la generalidad de países, los procesos electorales evidencian que es prácticamente imposible hacer política sin ingentes recursos económicos, por lo cual las mayorías que se forman en las instituciones del Estado suelen ser contrarias al interés colectivo. Sólo representan intereses personales y/o de grupos corporativos. Los integrantes de ese tipo de mayorías son elegidos en las boletas de los partidos, muchos de ellos propensos a llevar en sus boletas a personajes de dudosas fortunas para que sean ellos quienes financien sus campañas…y la del partido postulante. Es nuestro pan nuestro de cada día. Si queremos cambiar esta circunstancia debe comenzarse con la modificación de la forma de elección y de representación en las instituciones del sistema.

La criminalidad y la violencia, en sus diversas expresiones, son subproductos del entramado de corrupción que permea todas las esferas de la sociedad, pero es el sistema político la que, cual fumigadora, esparce el flagelo en todo el tejido social. Por lo cual, el ataque a esos subproductos debe orientarse, en primera instancia hacia el ámbito del sistema político, con miras a establecer reglas de juego claras sobre su financiamiento, para que las organizaciones que participen en las campañas electorales no tengan las trabas e iniquidades y inequidades que limitan sus posibilidades de éxitos en esos procesos. Pero esa tarea no puede ser dejada sólo a los partidos políticos, sobre todos los mayoritarios, que son los principales beneficiarios esta circunstancia… junto a sus financiadores.

La corrupción y la violencia tienen múltiples caras y externalidades negativas, que se expresan antes y durante en el ejercicio del poder y en diversas formas de la vida social. Por consiguiente, esta debe enfrentarse más que con medidas de corte represivo/punitivo, con acciones efectivas que prevengan la práctica y propagación de ese flagelo. Prevenir, más que castigar o reprimir.  En ese sentido, la lucha contra la corrupción es también tarea de la sociedad civil, a ser llevada a efecto a través de denuncias y, más que nada, a mediante una sostenida incidencia en la esfera de la política y de lo político, sin ese moralismo estéril usado para mantenerse en el atrio de las condenas, cual árbitro en la tierra del bien y del mal, como diría el gran poeta y cantautor italiano Fabrizio De André.

La inconsecuencia de nuestra clase política, su irrefrenable gusto por la infecunda pendencia nos ha conducido como sociedad al borde del despeñadero y de ese punto no se sale sin acuerdos sustantivos sobre los grandes temas nacionales. Es la gran tarea de este gobierno y no sólo suyo, sino de todo aquel que, siendo consciente de la magnitud de los problemas presentes y de los que sobre el país se ciernen, debe asumir el compromiso de enfrenarlos en cualquier escenario con sostenida y sostenible generosidad.