El tiempo de la Pascua de la Resurrección es propicio para reflexionar acerca de una cuestión fundamental de quienes nos llamamos cristianos, la vida y celebración de la fe.

¿Cuál es el sentido de la vida para quien pretende seguir el ejemplo de Jesús? ¿Qué significa seguir a Jesus en los momentos actuales? ¿Cómo se vive y experiencia la fe en quienes pretendemos seguir su Palabra hoy? ¿Desde cuáles espacios es esto posible? ¿Cómo celebrar Su Vida enlazada con nuestra propia vida?

Las respuestas a estas preguntas y a otras que quedan en el tintero, no es un tema fácil, como tampoco una cuestión de índole teórica, es la posibilidad de encontrar respuestas en la fragilidad de nuestra vida, en la práctica histórica que, como sus seguidores, hemos ido asumiendo en los diferentes contextos y circunstancias. De ahí que las reflexiones nacen de nuestra vivencia personal, encarnada en diferentes espacios, como la compartida y vivida con otras personas, que en el camino hemos coincidido y soñado incluso, que es posible un “cielo nuevo y una nueva tierra”.

Ya siendo adolescentes e involucrados en el trabajo de grupos de jóvenes en proceso de formación, desde el Oratorio Don Bosco hacia principios de los años sesenta, hasta la Juventud Estudiantil Católica años más tarde, fue un recorrido cargado de compromisos por llevar la Buena Nueva con la esperanza de apostar a la construcción del Hombre Nuevo, del que tanto reflexionábamos. Eso significaba jóvenes comprometidos en los diferentes espacios y organizaciones sociales y políticas, que en la fe encontraban el motor y la fuerza de dichos compromisos. Como la experiencia desarrollada desde en el Centro Educativo Santo Tomas de Aquino, donde la formalidad de la educación se enriquecía con la reflexión y el llamado a un compromiso por una nueva sociedad. Años más tarde y en pleno desarrollo de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) inspiradas por los Documentos de Medellín, producto de la reunión de obispos en América Latina a finales de los sesenta, e inspirados a su vez en los documentos del Vaticano II, nos lleva a vivir la experiencia “desde el pueblo pobre”, comprometidos con los más pobres, lo que determina que nos mudemos al Barrio de Los Guandules, para desde allí vivir la fe apoyando el trabajo con las CEBs, en los diferentes barrios de la “parte alta de la ciudad”. Eran años difíciles en la vida política dominicana y, en general, en toda América Latina. Los años de la proliferación de las dictaduras militares y de otros matices en la región. Desde allí, vivir el llamado seguía siendo la fuente de inspiración.

Jesús vino a restaurar la Alianza, y lo hizo dejándonos como mandamiento fundamental, el amor. No vino a abolir la ley, sino a darle su cumplimiento, como Él mismo lo planteó y encarnó en su vida. Y aún en su agonía en la cruz no tuvo otro pensar que el perdón, pues, desfalleciendo solo atinó a decir: “Padre, perdónalos pues no saben lo que hacen”. Perdonó más que setenta veces siete, pues perdonó de antemano a quienes le mataron y no de cualquier manera, de una muerte atroz, de cruz, siendo vejado, ultrajado en su propia dignidad, lo peor que podía pasarle a cualquier ser humano entonces y, diría, que hoy mismo.

¿En qué sentido, dónde y cómo vivir y celebrar la fe de un hombre-Hijo de Dios que entregó su propia vida en la radicalidad de su misión, y que, además, en el ejercicio de su propia libertad, muy a pesar de llorar y gemir por ella, como ser humano que era, ante lo irremediable que se le venía encima, y deseando incluso que todo terminará ahí… “Padre, si es Tu voluntad, aparta de Mí esta copa…”, sin embargo, su oración con el Padre terminó diciendo: “… pero no se haga Mi voluntad sino la Tuya”? (Lucas 22, 41-43).

Qué difícil es seguir a Jesús. En el ejercicio de nuestra libertad, y aun habiendo sido creados a su imagen y semejanza, y “recuperada la gracia en su muerte” históricamente hemos dado un sentido a su Obra, haciéndola nuestra obra. Un largo proceso que en cada época ha habido tiempo para todo, para reír y para llorar, para plantar y cosechar, para odiar y amar, pero también para dar vida, y muerte.

En el mundo entero, y en nuestra región latinoamericana, cuántas personas, sobre todo mujeres, han sido asesinadas, mutiladas, vejadas, violadas, por solo pretender seguir a Jesús, encarnar su ideal del amor. La vida tronchada de monseñor Óscar Romero el 24 de marzo de 1980, en plena celebración litúrgica en la capilla del hospital La Divina Providencia en San Salvador, fue el culmen de la entrega de tantos y tantas catequistas, ministros de la palabra, religiosas y religiosos, personas humildes que encarnaron la palabra de Jesús. Su vida se selló cuando en su homilía en la Catedral, dijo con voz enfática: “¡Por Dios, cese la represión!”.

Caminar en el sentido que se nos propone, es ir sembrando con nuestras propias acciones los valores fundamentales del amor. Respeto y cuidado a toda forma de vida; la justicia que nos hace responsables de nuestro propio obrar; la solidaridad con el otro, que nos hace ser hermanos; la libertad incluso, de sentirnos o no, hijos de Dios. El servir a los demás, despojándonos de nuestro propio ego, sobre todo de quienes más necesitan, pues son los que menos tienen. Acompañando a nuestros hermanos, cuando su situación y salud así lo demanden. Vivir para servir, pues no hay mejor manera de vivir que no sea sirviendo a los demás.

Vivir nuestra fe siguiendo los pasos de Jesús no es otra cosa que colocarnos en el camino del servicio a los demás, sobre todo de aquellos que más sufren, los angustiados y perdidos por sus propias decisiones. Pero también por reconocer en el otro mi alteridad, mi otro yo. Respetando, alentando, promoviendo formas de vida saludables, rebosantes de bienestar y felicidad para cada uno y la sociedad en su conjunto. Pero eso sí, no procurando que la mano izquierda sepa lo que haces con la derecha. Es en el silencio, el anonimato social, la dádiva que no requiere de pago ni retornos.

En el marco de la vida personal y en el trabajo, ser esencialmente bueno, compasivo y bondadoso con los demás, aunque exigente consigo mismo y el otro, por el cumplimiento de sus responsabilidades. Sembrando vida y esperanzas, construyendo una nueva sociedad basada en los principios fundamentales de la vida humana. Reconociendo que lo que hacemos a los demás le hacemos a Jesús.

Y al celebrar, ofrecer en ofrenda la vida, con sus acciones, como el disfrute mismo de las ofrendas de los demás, en agradecimiento por la oportunidad de recordarle compartiendo su cuerpo y su sangre derramada para el consuelo y dicha de todos. Y es que celebración es fiesta y proclamación. Celebrar para recordar su vida, su muerte y su Resurrección; al mismo tiempo, que reafirmar el compromiso por una vida nueva, un mundo nuevo, una nueva sociedad, donde la justicia, la inclusión, el respeto a los demás, se hagan realidad viva.

De esa manera, vida y celebración se unen para quienes le siguen en un mismo gesto, en una misma palabra, en un mismo vínculo, en una misma realidad.