“La fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, por lo que la fuerza de la legislación debe siempre tender a mantenerla”. (J. J. Rousseau).
La sociedad dominicana urge de una mayor y mejor infraestructura institucional, política y social. Nuestra democracia ostenta una sombrilla muy defectuosa, donde el contenido derivado de ella, más allá del campo electoral, es muy tenue. Ello trae consigo, de manera subterránea y cuasi permanente, soterrada y solapadamente, empero, presente, una crisis de legitimidad de las instituciones y más en el campo del orden social.
Siendo la séptima economía de los 33 países de América Latina y la primera en el Caribe y Centroamérica, alcanzamos uno de los peores lugares en la movilidad social. La movilidad social vertical ascendente es muy lenta y frágil: 3.5% se encuentra en la pobreza absoluta (indigencia), 20% en la pobreza moderada, monetaria y 40% vulnerable. De ese 40% vulnerable, apenas de 2 a 4 llega a la clase media.
En el 2023 el Producto Bruto Interno escaló a US$123,000 millones de dólares, significando un ingreso per cápita bruto de US$11,200.00 dólares promedio por cada dominicano y dominicana. Sin embargo, más allá de esas cifras que deben regocijarnos, solo el 33% logra alcanzar el referido promedio, esto es, el 67% está fuera, excluido de ese parámetro económico.
La infraestructura social, corolario medular de una genuina paz social, acusa una fisonomía propia de un país de ingreso bajo, cuando somos una nación de ingreso medio alto. Verbigracia: La mortalidad materna sigue siendo muy alta, sobre todo, si la comparamos con países como Costa Rica, Uruguay, Chile. La mortalidad infantil y neonatal produce lágrimas con unas honduras que lacera toda el alma, sobre todo, cuando sabemos que el 80% de esas muertes son evitables. La inversión en salud descongela al más congelado y fosilizado ciudadano: 1.9% del PIB, en cambio, en Costa Rica es de 5.6%, en Chile 7% y en Uruguay un 9% de su PIB.
Esa pobre inversión en la infraestructura social nos coloca como país, con una paz social aparente, sin importar el tiempo que tengamos con ella. Los partidos que han gobernado desde 1996 hasta hoy lunes 9 de septiembre de 2024, han fracasado con algo que de hacerse nos hubiese ubicado en el radar de un umbral más cercano, no solo de crecimiento, sino de verdadero desarrollo. ¡Las inversiones en capital humano no solo han sido pírricas, sino, de poca eficiencia, eficacia y de poca calidad!
Es clara la desconexión entre la elite política y la agenda institucional y social que amerita todo el tejido político, institucional y social dominicano. Se precisa de una obvia disrupción que exprese prioridades, que no descanse en la figura de un presidente, sino en la necesidad de un nuevo contrato social donde la visión país sea la cantera y la antorcha iluminante de los 10,773,442 dominicanos que habitamos en esta hermosa tierra.
¿Qué ha ocurrido a lo largo de estos últimos 28 años? Que en ese largo interregno la clase política, adocenada en la ínfima circulación de la ley de hierro de la oligarquía de que nos hablara Robert Mitchell, dejó de ver la política como el arte y la ciencia para servir. Todos ellos se transformaron económica y socialmente. Si hay un “grupo ocupacional” que se expandió en la pirámide social, en la jerarquía económica, es una parte significativa de los que accedieron a los poderes públicos, sobre todo, en el trayecto 2004-2020. La Sociología visual así lo expresa, sin hacer el más mínimo esfuerzo. Antipulpo, Coral, Coral 5 G, Medusa y Calamar constituyen la punta de iceberg de una democracia corrompida, de una cleptocracia que nos llevó a una verdadera biopolítica (Foucault) y a una necropolítica (Achille Mbembe), simultánea y concomitantemente. La corrupción, como fenómeno social, se encaramó como fuente de hegemonía y dominación, como parte de un proyecto articulado de largo alcance. La necropolítica se graficó, en la praxis, con el cierre de 56 hospitales al mismo tiempo.
Ello ha impedido un desarrollo armónico en el seno de la sociedad dominicana, desde la perspectiva del accionar político, trayendo consigo un fango de desigualdad, de exclusión y marginalidad pasmoso. El desconocimiento de las leyes, su débil aplicación. Veamos:
- La ley refiriendo el 4% a la educación se logró aplicar 16 años después de su promulgación (1997-2013).
- La Ley 1-12 de Estrategia Nacional de Desarrollo, contempla tres pactos: educativo, eléctrico y fiscal. Esta ley lleva ya 12 años.
- Para esta fecha, esa misma ley, demanda un 3.2% del PIB al sector salud.
- La misma ley (Estrategia Nacional de Desarrollo), en su Artículo 31 numeral 1, contempla un sueldo de desempleo para ir anulando la cesantía, ya que el país aprobó en el 2001 la Ley de Seguridad Social. El Código Laboral es de 1992, cuando no existía la Ley 87-01. En el año 2001 el empleo informal era de 52%. Hoy es de 56.1. El empleador eroga el 7% de la nómina total de su plantilla laboral para la seguridad social, allí donde el Estado no está asumiendo ningún rol para la protección de su población, siendo un Estado social. Es más, ni siquiera asume el rol de verdadero regulador, pues parte significativa de la ley de seguridad que no se cumple, se debe a la “ausencia, ceguera y miopía” de los actores públicos en el sistema.
¿Qué nos dice la encuesta Cultura Democrática en República Dominicana 2022-2023 del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo respecto a la pregunta de lo que hace falta en el país para que sea una verdadera democracia?
- Imperio de la ley: 45.1
- Igualdad, justicia social: 41.2
- Respeto a la diversidad: 5.3.
Por ello, establecen “… Las nuevas constituciones incorporaron una ampliación de derechos sin precedentes, incorporando derechos sociales, como el derecho a la salud, la vivienda y el medioambiente. Sin embargo, las nuevas instituciones políticas, han fracasado muy frecuentemente a la hora de generar los resultados deseados. La debilidad institucional incentiva una visión cortoplacista en las elites, la cual socava la estabilidad y la calidad democrática, así como los esfuerzos de política pública dirigidos a combatir las desigualdades”.
¿Qué otra reflexión debemos de auscultar para comprender la debilidad en la infraestructura institucional y social que nos conduzca a un salto cualitativo de mayor calado y dimensión? En nuestro país, la clase económica, los empresarios, que han ido forjando una conciencia de clase, no han llegado a una conciencia de elite, que es lo que alguna vez nos señalaba don Juan Bosch como clase gobernante.
Una conciencia de elite implica una responsabilidad más allá del espacio de su organización, de su empresa, más allá de la generación de empleos, del cumplimiento de sus obligaciones legales (pago de impuestos). Conlleva exigir, asumiendo sus deberes y derechos como clase, como el principal actor estratégico de una sociedad de mercado, canalizar y coadyuvar con el peso de la justicia y de lo institucional. La paz social, los mecanismos institucionales, mejor llevados, trillan menores tensiones sociales, menor violencia, menor fragmentación y menor polarización, todas ellas posibilitando un Ganar–Ganar para el conjunto de todos los actores: empresarios, sociales y políticos. Cada uno jugando su rol con compromiso y responsabilidad.
Debemos de hacer un esfuerzo en este espacio de transición, por rodearnos de hombres y mujeres con sentido de Estado, con visión y misión de país, porque como decía Woody Allen “Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida”. La transformación de nuestra añeja y débil infraestructura social-institucional nos lleva a forjar una nueva construcción de liderazgo, pues la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad que nos arropan, no puede orientarse solo a un gerente o directivo, o a un gestor, sino a líderes. Líderes capaces de “ocuparse del cambio y de la movilización de las personas a su contribución”.
Los extremos insondables no son hoy elementos catalizadores para el desarrollo. Vertebrar las verdades que conducirán a un nuevo nivel, atraviesa por comprender la infraestructura institucional y social que nos acogota como sociedad, no solo en el drama de la naturaleza por lluvias, tormentas y huracanes, sino, por la horrida y pesada carga de la vida cotidiana.