Es siempre difícil lograr que América Latina actúe como un conjunto de naciones con intereses comunes. Las diferencias ideológicas de los gobiernos o la idea de que Estados Unidos es siempre la fuerza interventora tienden a paralizar la región.
Independientemente de la posición que se tenga hacia el régimen chavista que encabeza Nicolás Maduro, a favor o en contra, en los 25 años que llevan gobernando se ha generado un éxodo masivo de venezolanos que afecta a varios países de la región. Se estima que en Colombia hay alrededor de dos millones y medio de inmigrantes venezolanos y en Perú un millón y medio. Pero también han emigrado a Brasil, Argentina, Chile y República Dominicana, entre otros.
Inicialmente, la migración fue de empresarios disgustados con las políticas de estatización chavista. Pero luego ha sido de segmentos de capas medias; y Venezuela es un país rico en recursos naturales. O sea, esa migración no se ha producido por falta de recursos, sino por la incapacidad del régimen de garantizar condiciones laborales adecuadas para toda esa población, agravada la situación por una altísima inflación en determinados períodos y restricciones a las libertades públicas.
Como usualmente sucede en esta región, se culpa de los males a las sanciones económicas de Estados Unidos. Sin descartar que las sanciones tienen un efecto negativo, el problema es más complejo y tiene que ver también con las políticas públicas del régimen que llevaron a la disminución de la producción nacional.
Es probable que las disputas por las elecciones en Venezuela del domingo pasado concluyan con una continuación del gobierno chavista, independientemente de si hubo fraude, o si la competencia fue muy desigual.
No hay fuerzas supranacionales con posibilidad de forzar un reconteo, la oposición no puede lanzarse a las calles indefinidamente sin ser fuertemente reprimida, a Estados Unidos le interesa negociar el petróleo en un momento de incertidumbre mundial, y el gobierno chavista tiene el apoyo de Rusia y China. O sea, el momento no es completamente adverso al gobierno chavista a pesar de la fuerte oposición ciudadana.
El asunto queda entonces en manos de los gobiernos latinoamericanos; en específico, cómo lograr que se reduzca significativamente el flujo migratorio de venezolanos.
Si los gobiernos de los principales países latinoamericanos prueban tener capacidad de gestión en política exterior, cuando pase la turbulencia electoral, intentarán dar seguimiento al proceso económico y político venezolano, y establecerán lazos de cooperación con Venezuela para incidir en el diseño de sus políticas públicas con el objetivo de mejorar las condiciones de vida en ese país.
Porque, aunque sea muy difícil, los gobiernos de América Latina no pueden seguir ausentes del devenir individual de cada país, ya sea por concepciones de soberanía, o por asumir que Estados Unidos es la fuerza interventora a la que se pueden plegar o criticar, según convenga en cada coyuntura.
América Latina debe ser dueña de su destino, y eso implica no solo que cada país enfrente sus problemas, sino también que la región asuma la colaboración en la solución de los problemas de todos.