En esta semana se han publicado numerosos editoriales y piezas de opinión alrededor del sexagésimo aniversario del Banco Popular Dominicano, una cantidad de años destacada dentro de la industria financiera dominicana, que solía exhibir menores indicadores de permanencia. De hecho, durante mucho tiempo, una gran parte de los servicios financieros, esencialmente de préstamos y cambios de divisas, no eran asumidos por empresas sino por particulares.  La escasa banca institucional era extranjera y también podía ser efímera, con breves permanencias en el país.  Además, estas sucursales locales de bancos foráneos se dedicaban exclusivamente a atender los negocios de mayor cuantía que, hasta mediados del siglo XX, eran esencialmente agrícolas.

Hace veinticinco años el Grupo Financiero Popular, nombre legal en la época de la casa matriz a la que pertenece esta empresa, publicó un libro, Pioneros de la banca dominicana, donde se presentan anécdotas que pueden servir de clave para entender parte del éxito alcanzado por sus filiales. El historiador Frank Moya Pons inicia sus trescientas páginas de texto (y cien más de anexos e índice), con el relato de cómo los miembros de la Asociación para el Desarrollo, Inc. (APEDI) buscaban ”conseguir con el Banco Interamericano de Desarrollo un experto que nos ayude a instalar una Caja de Ahorros y Préstamos, la cual se dedicará esencialmente a la construcción de viviendas para nuestros empleados” (p. 37, citación de un acta de reunión de la Junta Directiva de APEDI) y cómo a menos de dos años de haber iniciado sus labores, se decidiera que el recién instalado banco continuaría ofreciendo servicios y honrando cheques durante el agitado período de la crisis económica del año 1964  y la guerra civil de 1965.

En conversaciones actuales Gregorio Hernández, colaborador desde esa década, relata que en los años setenta, cuando se vivieron los ciclones David y Federico y, en general, cada vez que había catástrofes naturales de envergadura, el mandato era que todos los gerentes debían abandonar el edificio de la Casa del Cordón (sede principal) y visitar personalmente a los clientes para proponer los servicios con los que se podía responder a las necesidades materiales emanadas por estas situaciones. “No era a cobrar, era a ver cómo acomodar los planes financieros a las nuevas realidades”, dice don Goyo.

El común denominador de esas anécdotas es la empatía. La capacidad de colocarse en el lugar del otro, de responder a problemas ajenos sentidos como propios permite ser relevante para los interlocutores.  Recientemente, nada más y nada menos que Christopher Pissarides, ganador junto a otros del premio Nobel de economía del año 2010, refiriéndose a las continuas amenazas que la colectividad sigue registrando con respecto al advenimiento de la inteligencia artificial, destacaba que en el futuro ya que muchas labores resultarán automatizadas “la mayoría de los trabajos serán los que involucren el cuido, la comunicación y la capacidad de tener buenas relaciones sociales”.  Al fin y al cabo, con tecnología o no, provistos de los mejores instrumentos o no, en el terreno de las finanzas, como en el de la salud o el de la construcción, es para otros seres humanos que trabajamos. Esa es la mística que hay que mantener.