“¿Qué es una sociedad moderna? Supongamos que nos encontramos ante una sociedad cuya movilidad vertical es baja, cuyas familias son patriarcales, donde el número de hijos es elevado, la producción de bienes es manual y la autoridad política se basa en justificaciones tradicionales de resabio carismático no dudaremos en calificarla de tradicional y, haciendo un juicio de valor, de atrasada o subdesarrollada…”.  (Salvador Giner).

América Latina y el Caribe no solo es la Región que acusa mayores niveles de desigualdad y violencia, sino que engloba la ruta de fragilidad más ostensible en la alternabilidad política. Somos y constituimos el campo más débil en la continuidad del Estado y, pesarosamente, el espacio más cruento en el entendimiento y compromiso de la gestión de los conflictos. El otro, dentro de un mismo territorio, es no solo el adversario, lo vemos como el “enemigo”.

Lo que importa no son los intereses nacionales. Son los intereses personales, particulares, que pretenden generalizar con argumentaciones mostrencas, enteramente fatuas y fracturadas. Nuestra Región deviene así como la que más se impugna en la calidad de los actores políticos. De ahí deriva, consustancialmente, el poco respeto a las instituciones. La falta de institucionalidad constituye el juego deliberado para que la supremacía personal se imponga y con ello, el poder espurio, no legitimado. El poder desgarrador cobra más cuerpo allí donde la anomia institucional es la puerta.

Aquí somos una sociedad de desencuentros motorizada por conflictos que circulan como esencia en la estructura económica y la estructura social. Ambas, en nuestra formación social, se permean con signos ominosos de exclusión. La integración funcional no opera en la generación de más capital social y mejor cohesión social. La conflictividad, así, se sumerge en las honduras de la verticalidad. No se agota, se cierran, se abren cerraduras sin válvulas sociales. La acción social es difusa, atomizada. La cooperación, como ente dinámico social, no fluye como eje funcional y se sobredimensiona la actitud opositiva o conflictiva, sobre todo en los actores políticos.

En cuasi todos los actores políticos no existe diferenciación ideológica, no tienen siquiera visión del país que necesitamos, anhelamos y con qué misión y valores deberíamos de trillar el sendero de una mejor sociedad. Para una inmensa mayoría de los partidos políticos la decantación, el grado de diferenciación, es la búsqueda del poder. El acceso al poder es el premio que sintetiza el privilegio del poder y del poder hacer. Cuando la politeya, que es el ámbito de la autoridad y del poder, ha de reflejarse en la sociedad, sobre todo, en el conjunto de la esfera del Estado. La politeya se derrama, empero ha de encontrar un espacio vital en las dimensiones de la mudanza social

Esa mudanza social ha de expresarse en el cambio social que al mismo tiempo tiene que verificarse en zonas de la realidad social. La sociedad dominicana requiere, amerita modificaciones estructurales, de lo contrario, el abismo del desencuentro será espeluznante con las secuelas desgarradoras y trepidantes, cuando se dan los cambios sin proactividad y por el advenimiento de fuerzas sociales que aspiran a vivir en el Siglo XXI, en su tercera década. Somos una sociedad de desencuentros y fragilidad pesarosa. Es tal, desde la perspectiva social, que encontramos cuatro ciudadanos en un mismo territorio de apenas 48,442 kilómetros cuadrados.

Son descomunales las condiciones materiales de existencia, la calidad de vida y los niveles de vida. Para los años 1970-1980-1990, hasta el 2000, la movilidad social intergeneracional alcanzaba una Sociología visual nítida. El hijo, hijos de obreros, chiriperos, subempleados, trabajadoras domésticas, veían a sus vástagos ascender en la escala social vía un título universitario o un oficio técnico. Hoy no es una garantía. El desencuentro, vía esa realidad social de la movilidad, se ven con mayor intensidad en el béisbol, la política y el narcotráfico-microtráfico. Ahí el desencuentro que genera la represa del desarrollo y la sostenibilidad del país trayendo consigo, en nuestro cuerpo social, una cantera de fragilidad, marcada en el alma y corazón del 70% de la población dominicana. No tener agua, energía eléctrica, sistema de alcantarillado, contenes, calles, todo ello propio del comienzo del Siglo XX, es dantesco.

El único partido que se puede decir marcadamente ideológico es la Fuerza Nacional Progresista, los demás se sitúan en un pragmatismo salvaje que otean de acuerdo a la circunstancia. No izan la bandera de principios y valores, equivocados o no, es la praxis penosa del poder por el poder mismo. No hay guía ni pauta acerca de cómo piensan con respecto a:

  1. La migración;
  2. La salud;
  3. La educación;
  4. El capital humano: innovación y nueva tecnología.;
  5. La seguridad pública.
  6. La problemática eléctrica.
  7. El espanto del tránsito.
  8. La revolución del agua.
  9. El desempleo estructural.
  10. La exclusión y la desigualdad.
  11. El modelo económico.

En fin, en nada se ponen de acuerdo y una sociedad caracterizada por los desencuentros y represas no puede encontrar el futuro con perspectiva cierta y la certeza de la inclusión. Los retos políticos, institucionales y económicos han sido asumidos como consecuencia de la presión de organismos internacionales, a menudo, al borde de una crisis. En una época de cambio donde la volatilidad es la incertidumbre colgada de los hombros, la falta de visión plena en los intereses nodales y medulares de una sociedad no pueden estar al alcance de una plutocracia que en los últimos años derivó en una cleptocracia, que ahondó los desencuentros, las represas y la fragilidad en las dimensiones sociales, institucionales y éticas-morales.

Los controles sociales, institucionales, quedaron no solo mellados, sino horridamente disminuidos en el fango del lodazal de la historia. Las faltas de esos controles sociales nos llevaron a la inercia, a la indiferencia, a la conformidad y con ello, a la desviación en todos los estratos sociales, repercutiendo en una pésima modorra que se cristalizaba en la anomia social-institucional, cuyos frutos es la delincuencia y la violencia como oropel refrendatario de una oligarquía partidaria y un empresariado sin responsabilidad social, que ni siquiera encuentra el curso de la modernidad, no digamos, entonces, de la posmodernidad.

¡Solo cuando demos el salto de la institucionalización, de la mudanza social podremos vislumbrar el alcance de lo que debimos lograr como país, pero que la partidocracia no quiso alcanzar para mantener su yo hipertrofiado y su agenda del pasado! Como decía el magnate norteamericano Nelson Rockefeller “Creo que todo derecho implica una responsabilidad, toda oportunidad, una obligación, toda posesión, un deber”.