Nuestro país parece un barco a la deriva. La conducta licenciosa parece ser el rasgo distintivo de toda una generación que gana cada vez más fuerza en los medios masivos de información.

Lo que preocupa de todo aquello es que por primera vez se alza triunfante la sinrazón y la inmoralidad, la falta de principios y la vida asumida con displicencia frente a todo lo éticamente correcto.

Hemos adoptado el relativismo moral como principio cardinal de nuestro comportamiento habitual, y se ha acuñado como propia la transculturación, contribuyendo con ello a la merma de nuestros rasgos distintivos.

El hecho de que en distintos medios se presente el baile del gagá como una expresión cultural de la Republica Dominicana evidencia la debilidad de nuestros esquemas religiosos, los cuales, como es sabido, forman parte del abolengo cultural de cualquier nación.

Los dominicanos estamos optando por el bacanal en cualquier tiempo, las noticias de muertes violentas se incrementan, la criminalidad se dispara, la indisciplina ciudadana forma parte de nuestro modo de actuar y la violencia se apodera de las calles.

Las drogas, el alcohol y la prostitución siguen siendo un problema social y las autoridades, muchas veces ineficientes, pierden legitimidad.

Mientras estas cosas sean problemas que se planteen con el propósito de enfrentarlos, hay esperanzas; pero cuando aquellos despropósitos y antivalores son promovidos y aceptados, entonces existen motivos de preocupación.

La manera de promover todo cuanto constituye un antivalor es darle curso a los que lo promueven, tomarlos en cuenta para premiaciones, reconocimientos o proyección.

Como consecuencia de la evidente descomposición social han surgido en los últimos años sectores populares que no solo se autodenominan urbanos, sino que se han constituido en lideres culturales.

Ellos son los responsables de la educación de nuestros hijos, quienes emulan el comportamiento exhibido en aquellas producciones sin tener plena consciencia de lo que hacen.

Los urbanos están trazando las pautas morales que la juventud dominicana debe respetar, la cual, evidentemente, responde a un esquema de rebeldía que invita a vivir la vida en libertinaje y sin frenos conductuales.

Se promueve el sexo libre, con todos y con todo, la delincuencia, el dinero fácil, la drogadicción, la prostitución, y en no pocos casos el narcotráfico como medio de subsistencia.

Cada vez que un periódico dominicano, o una premiación nacional, reconoce como “artista” a los exponentes de toda aquella manifestación de lo vulgar se envía implícitamente el mensaje de que hacer aquello es lo correcto, y lo que es peor, se incentiva el comportamiento exhibido en dichas producciones.

Debemos reconocer ahora, en el umbral del inminente naufragio, que los gobiernos tienen una cuota de responsabilidad frente al fenómeno social que vivimos. Ellos se han despreocupado en incentivar políticas públicas efectivas que contribuyan a fortalecer el sentimiento nacional, los valores que nos caracterizan y el esquema moral que siempre, desde nuestra fundación, ha guiado nuestros pasos como sociedad civilizada. Han permitido que claudiquemos como víctimas ante los influjos de culturas extrajeras y extrañas, no han sabido preservarnos como cuerpo social, y han aportado, frente a todo aquello, un pésimo ejemplo de ciudadanía enseñando a usar la política como vía de movilidad social y enriquecimiento ilícito.

Lamentablemente hoy somos un barco, y un barco a la deriva…