Un amigo me ha dicho que comparte siempre, en grupos y redes sociales, mis historias periodísticas sobre la provincia Pedernales, en especial las referidas al Proyecto de Desarrollo Turístico, pero ha notado una indiferencia rara de personas a quienes les suponía actitud para compartir, analizar y recomendar los contenidos.

La curiosidad -me ha comentado él- le motivó a preguntarle sobre la razón de su silencio. Y esa persona, rauda, le respondió: -Mira, es que Tony se la está buscando ahí, es “comesolo”, y tiene que “boronear” para, entonces, uno ayudarle.

Ninguna sorpresa me causó tal opinión. Hasta supuestos amigos lo han hecho, inducidos por su conveniencia coyuntural.

Y no es ni será la única persona que se exprese así, aunque no conozco el despacho del ministro de Turismo David Collado. Ni de los anteriores (Francisco Javier García, Felucho Jiménez, Rafael Suberví Bonilla).

Tampoco las oficinas del director general de Alianzas Público-Privadas, Sigmund Freund. Mucho menos del presidente Luis Abinader. Ni de los presidentes Danilo Medina, Leonel Fernández, Hipólito Mejía, Joaquín Balaguer…

Durante mi vida profesional, que ronda las cuatro décadas, requetemenos he tenido relación económica con autoridades (gobernadora, senador, diputada, diputado, alcaldes, directores de juntas municipales. Ni con empresarios, ni con nadie.

El periodismo dominicano sufre una grave crisis, aceptada en conversaciones privadas, pero con nulos o escasos abordajes en escenarios mediáticos, gremiales y académicos, pese a su impacto en las mentes de la sociedad y en la consolidación de la democracia.

Resultado de una trama de funcionarios, empresarios, políticos y otros que, para vivir, necesitan visibilización, o sacrificar mediáticamente a desafectos, tal oficio ha padecido un progresivo desdibujamiento que va desde la cualquierización hasta la generalización de la idea de que todo el mundo vende noticias al mejor postor, como cualquier mercancía, y que todos los periodistas son vulgares pedilones y corruptos patológicos.

Entendible, entonces, que, de sopetón, pretendan meterme en el montón.

La mezcla de mansos con cimarrones en nuestro mundillo no es fortuita. Es intencional. La generalización es una vieja estrategia de comunicación para descalificar personas, sobre todo cuando se trata de corrupción. El corrupto siempre apuesta a fijar la percepción de que el otro es igual que él.

Ese no es, sin embargo, el gran problema.

En realidad, se trata de una situación de alto impacto social que, no obstante, se deja escurrir debajo de la mesa. Y es el retorcimiento del periodismo hasta igualarlo a un mercado persa que, de entrada, conlleva la sustracción del derecho de la gente a recibir información veraz para adoptar decisiones oportunas y de calidad en su cotidianeidad. Un real crimen que se normaliza ante el silencio y el retiro de periodistas y otros profesionales aptos para salir al frente y contribuir a controlar tal cáncer en proceso.

El periodismo responsable, ético, es vital para el sostenimiento armónico de la sociedad, hoy más que nunca.

La creciente compra-venta de declaracionismo y mentiras mediatizadas a cambio de dádivas constituye un combustible ideal para la desestabilización social, que poco necesita para estallar. Las carencias socioeconómicas, el tráfico y consumo y drogas y el crimen global hierven en la caldera.

Así, quienes ceden a las tentaciones y buscan fortuna personal con base en el sacrificio de la sociedad, no son humanos, sino bestias, como los corruptores estatales y privados que les alimentan con dinero y bienes, para luego, tras el telón, burlarse de sus corrompidos.