Hay que admitir que la vida de mujer independiente no es fácil. Más allá de la tranquilidad de tratar de ser autosuficiente, dentro de lo que cabe, y la dignidad de trabajar para llevar sustento a la casa, con hijos o sin ellos, resulta una gran misión sortear todos los obstáculos que la cotidianidad presenta.
Mantener el ánimo, el entusiasmo en alto y la esperanza de que todo siempre en algún momento va a mejorar, no es tarea sencilla. Requiere tanta determinación y muchísima entereza. Y más para transmitir esa certeza a los hijos y la familia, aún cuando la fe nos quiere traicionar y el pesimismo intenta arroparnos. Que como todo capitán en aguas bravas, aunque uno sienta que el barco se hunde, o se hunde con él o salva a su tripulación al precio que sea, siempre manteniendo la calma.
Que las mujeres trabajemos y que la carga de un hogar se reparta entre las parejas, como un equipo solidario, no es novedad, es lo correcto y no es ni siquiera que sea fácil, porque no lo es, pero es menos complicado. Por lógica y sentido común, una carga repartida no es lo mismo que una sola persona con toda la carga.
Repartirse, además del horario laboral, entre supermercados, compromisos familiares, que se dañó el aire del vehículo, la tarea de los muchachos, intentar llevar una vida social mínimamente activa, producir ideas, mantenerse saludable y cuidarse, se siente a veces como una gran carrera de velocidad que a las mujeres nos ha tocado correr en zancos, vestidos y tacones. Sin siquiera hablar del aspecto económico y resulta agotador hasta de pensarlo.
Llegar a casa después de una jornada de trabajo de ocho o diez horas, y que te esperen porque se fue el gas para resolver sí o sí, porque la que resuelve eres tú. Resolver y volver a la carga al día siguiente, día tras día, con el mejor de los ánimos y encontrando la alegría hasta en los cinco minutos del café o en la conversación con tus hijos en la mesa, no es fácil.
Pero este es un artículo que está muy lejos de la queja, con el que no busco condescendencia y mucho menos compasión. Por el contrario, lo escribo porque alguien especial la semana pasada entre un tema y otro me dijo al hablar sobre mí, justamente la frase que titula este escrito y que hoy comparto con ustedes.
“Tú eres una mujer de verdad”. La frase quedó como orbitando en mi mente y en mi corazón a lo largo de todo el fin de semana. Primero, porque esos reconocimientos llenos de humildad y que uno siente muy sinceros, se dan muy pocas veces en la vida frente a frente, en persona y a viva voz y segundo, porque qué bien se sintió aquello. Me marcó y me gustaría que las mujeres, que como yo, llevan un hogar solitas sientan el mismo orgullo bonito que que sentí en ese momento.
Hoy que inicia la semana, quiero con esta comparsa reconocer a todas las mujeres que todos los días se levantan con la determinación de darlo todo por su familia o para sí mismas; que trabajan en equipo con su pareja para que en casa no falte nada; las que no le tienen miedo al trabajo en nombre de llevar el sustento con mucha dignidad; que pueden dormir en paz sabiendo que, aunque el sueldo no alcance para lujos o se deban a un presupuesto ajustado para planificar una salida, tienen la certeza y el orgullo que da saberse productiva y enfocada en hacer las cosas bien. Sepan ustedes que son mujeres de verdad.
Mi reconocimiento también a todos los hombres que tienen la valentía de reconocer en esas mismas mujeres la capacidad, el empeño y la entereza de sus virtudes. Reconozco su grandeza y la humildad que les adorna.
Mi abrazo solidario a todas. Tengan la plena certeza de que hasta la peor de las rachas, siempre llega a su final y que los problemas, por grandes que se presenten ante los ojos, son como dice siempre mi papá, “si cabe en el mundo, no es grande na”.
Firme siempre, que todo pasa, puedes con lo que venga y tú eres una mujer de verdad.