Creemos saber cómo opera Trump. No requerimos, como en otras latitudes, manuales para descifrarlo. Expresado en términos criollos, primero, tira el fundazo; luego, levanta el teléfono; a seguidas, se sienta a negociar con quien quiere y…, por ahora, se sale con la suya.

Con coraza de cocodrilo y grosor de elefante, como decían mis antecesores, no le importan -al menos en apariencia- las críticas y tampoco los lazos de amistad que rompa. Ni que provengan del Wall Street Journal, cuando le advierte, en negro sobre blanco que, valerse de su arma de reglamento, los aranceles, no es más que “la guerra comercial más tonta de la historia”.

La sentencia del matutino neoyorquino fue tajante como un cadalso. Pero no sembró duda alguna respecto al autárquico signatario de tratados diplomáticos y de comercio regional.  Sorpresa de sorpresas, con el renovado presidente, todo son dudas e incertidumbre. Algo así como, ‘¡oh!, una guerra contra aliados y socios comerciales, -como Colombia, Canadá, México y, quién sabe si también en breve, Venezuela’-, ¿justificada porque la emplea para mandar señales de humo a adversarios como China o a aliados como los países de la Unión Europea?

En cualquier hipótesis, luego del golpe de mesa que oyen aliados y menos aliados de todo un hemisferio geográfico, -congregados hasta ahora, en términos de mayoría, por obra y gracia del “destino manifiesto” y de la vetusta Doctrina Monroe, en lo que diga la América de Washington-, un observador de los no videntes, como yo, ajeno a los intríngulis del poder económico, comienza a marearse de tanto ir y venir la pelotita de ping-pong, en la misma mesa.

En verdad, algunos economistas de derecha, otros de izquierda, e incluso ciertos ambidiestros, no ayudan mucho cuando tildan la actual política estadounidense de lunática, propia de un lunático.

De un lado, el consensus de mejores entendedores que uno, al oír tantos disparos -por ahora todos de salva- con el arma de reglamento escogida por Trump para negociar y volver a hacer grande la patria del “norte bravo y revuelto”, pareciera ser conducida por su tentación de “aislacionismo, pues actúa contra aliados y adversarios por igual. El proteccionismo significa mayor incertidumbre, precios más altos, cadenas de suministro interrumpidas, guerra comercial. Dicho en tres palabras, nada más y nada menos, que un absurdo por las cuatro esquinas”.

Sin embargo, del otro lado, al menos filosóficamente, tiene sentido. Sobre todo si el punto de vista del principal inquilino de la Casa Blanca delata hasta qué punto el libre comercio se ha convertido en una religión, una fe, como cualquier otra, propensa al mito y la hipocresía. Mito, el libre comercio levantó a Estados Unidos de América y es un axioma del pensamiento conservador. Si me excusan un rodeo en la exposición, citaría al presidente William McKinley, héroe montañoso de Trump y recordado por el hundimiento del acorazado de la marina estadounidense, Maine, en la bahía de La Habana. “El libre comercio da como resultado que entreguemos nuestro dinero… nuestras manufacturas y nuestros mercados a otras naciones… Traerá un descontento generalizado. Revolucionará nuestros valores.”

Develado el mito, añado la susodicha hipocresía, pues la guerra comercial de Trump no es tan descabellada como parece. El presidente estadounidense tiene razón al desafiar la ortodoxia anti arancelaria imperante, tal y como escribe en inglés de Inglaterra, Tim Stanley. Basta ya que aquella nación norteamericana deje de llevar “el peso del mundo sobre sus hombros”. Hágase valer que, de acuerdo a los numeritos, Estados Unidos aduce a su favor que paga unos US$ 820 mil millones de dólares, para defender a Occidente, mientras opera un déficit comercial de US$773 mil millones de dólares y dizque ve sus fronteras atestadas -no lo dude usted- de drogas e inmigrantes ilegales.

Por ahora no se sabe a ciencia cierta si la razón está de uno o del otro de esos dos lados. Tampoco, si en el Gran Teatro del Mundo lidian con más mitos que actos de hipocresía; o viceversa. Lo cierto es que, en estos días, como dicen los fanáticos de béisbol, aún no le  han cogido la seña al pícher (supongo que sí se sabe quién es el lanzador de turno y no hay que apelar a alguna plutocracia genérica).

Lo que sí es evidente es que “Trump siempre es Trump”. Genio y figura. Noticia y espectáculo, aunque no sea de los previstos e imaginados en los escritos de Mario Vargas Llosa.

Con cada decreto o comparecencia, enfrenta dos bandos. A los buenos contra los malos; o, nueva vez, viceversa, pues guiado por el norte de la iracundia no los distingue entre sí. Están los liberales, dormidos en laureles marchitos, dado que creen que el mundo debe aunar recursos y soberanía para salvar el planeta. Y, por igual, los nacionalistas, quienes sostienen que, lo que en su práctica-pragmática importa, es que las democracias poderosas preserven su poder y la de sus subalternos, sin que sigan perdiendo sus ventajas.

Nada, pesimismo aparte, la jungla por doquier. Y que viva Gaza, pero sin gazatianos, por extensión manifiesta del destino ‘trumpeano’ que mira también hacia allá, pues no sacia la ilusión de Moises ni con Groenlandia.

En fin, los estruendos de la metralleta de aranceles seguirán sonando. Podrán llegar a ser ensordecedores a algunos nacionalistas, de los de verdad y de los de “pacotilla”. Por eso mismo, vuelve a hablar el lego que escribe desde este lado de la pantalla. La pregunta esencial pareciera ser esta. El presidente Donald Trump, con un mandato popular, un control unificado del Congreso, un Partido Republicano dócil y, para colmo, sin contrapeso en el poder como lo exige el característico contrapeso de poderes en una república que se respete, ¿encontrará y acatará alguna barrera institucional, legítima y legal, que frene su agenda maximalista?; o, por el contrario,  ¿romperá con todas, como acontece con cualquier tren descarrilado?

En lo que la verdadera respuesta aparece, sí se saben ya tres asuntos de envergadura.

Primero, resulta indiferente definir si la política ‘trumpista’ está siendo implementada, de forma antojadiza e improvisada o, al contrario, de manera premeditada; por venganza a adversarios y detractores de su persona o por puros ingresos (“revenues”) personales y/o beneficios para esa “América” a la que hay que engrandecer de nuevo. La cosa es que lo prometido a los electores, con su respaldo está en proceso de ejecución. Como siempre, la verdad solo quedará descubierta al final.

Segundo, no dejan de sorprender los anuncios de sus lugartenientes. Ejemplo, “nuestra frontera no empieza con Texas y México, empieza mucho antes”; o, este pica más cerca del territorio dominicano, que el Gobierno de Estados Unidos ordenó "cesar de inmediato su contribución a la misión multinacional de seguridad para Haití, la fuerza de apoyo policial liderada por Kenia y que no termina de formarse por falta de financiación internacional”. Bien sabemos que, así, solo se aviva el avispero y la olla se calienta, como la arepa, incluyendo reconsideraciones en políticas nacionales como la reiterada hasta ayer  en el sentido de que “en RD no hay solución para Haití”; u opiniones algo añejas ya, como aquella de que “sin concordia no hay solución para Haití”.

Por último, tercero, ahora mismo sabemos que nadie sabe en qué terminará la actual administración presidencial en el Potomac.

Mis predicciones no son más que las de alguien mareado de escudriñar la historia, en busca de personajes protagónicos que aporten luz. Uno propicio sería Theodore -Teddy- Roosevelt y su diplomacia de las cañoneras, pionera de la de los aranceles, en y ahora allende del Gran Caribe. Otro, por igual, algún capítulo de la historia imperial romana, digamos aquel en el que se gritaba pleno de euforia y exaltación, como nos recuerda Suetonio: “Ave, Caesar, morituri te salutant” (“Salve, César, te saludan los que van a morir”).

En ese contexto histórico, -asumiendo que queramos apostar a la mexicana-, justo luego de hacer el saludo de rigor, hemos de dictarle un buen titular a la prensa internacional, uno de esos que deje fuera de dudas que ganó. Sí, que ganó la batalla, pues la prensa y las redes sociales han de dejar en el tintero por qué pudimos ‘salirnos con la nuestra’. Por supuesto, asumiendo que sepamos y defendamos, en el mismísimo Gran Teatro del Mundo en el que hoy todo se ventila, qué es lo nuestro; y que, jamás de los jamases, caigamos en tentación y nos permitamos releer el acto final de una obra en la que, como escribe dicho historiador romano, el primer César culmina su vida reconociendo, justo ante sus propios ejecutores y descendientes,  que “Ista quidem vis est!" ("Esto sí que es violencia!”).