La madrugada del 1 de enero de 1959 el dictador Rafael Leónidas Trujillo fue despertado de emergencia por el timbre de su teléfono privado. Había dormido bien pasada la medianoche, tras festejar junto a su familia en Estancia Radhamés la llegada del año nuevo, y por supuesto, tras ingerir abundantes copas de Carlos I, su bebida favorita. Si lo estaban llamando a esa hora era porque la situación lo ameritaba. Pero jamás podía siquiera sospechar que era para autorizar el aterrizaje de un avión que traía a Fulgencio Batista, hasta esa noche dictador de Cuba.

Era el general Arturo Espaillat. De inmediato le dice: "Perdone Jefe, que le llame y le despierte, pero sobre el espacio aéreo nacional está volando el avión de Batista y varios más, pidiendo pista y autorización para aterrizar". Trujillo piensa que Espaillat está borracho a causa de las festividades del año nuevo. Le responde: "General, acuéstese y duerma, que parece que Ud. ha tomado mucho", y le cuelga el teléfono.

Segundos después vuelve el teléfono a sonar. De nuevo es el general Espaillat, y en tono apresurado dice: "Perdone Jefe de nuevo, pero respetuosamente le confirmo que el General Batista ha huido de Cuba, y que está con varios aviones más, pidiendo pista y autorización para aterrizar".

El asombro de Trujillo fue total y muy desagradable. No era que Batista le simpatizaba ni cosa parecida. Al contrario, entre ellos había habido algunos inconvenientes, empezando desde cuando Batista le pidió que le entregara al dictador Gerardo Machado, y éste se negó alegando que estaba protegido por el derecho de asilo. Aún más, a Trujillo siempre le disgustó que Batista permitiera que Cuba se convirtiera en un refugio para muchos exiliados dominicanos antitrujillistas que mantenían una campaña de ataques y descrédito en su contra.

Pero en la lucha que libraba Fidel Castro y sus barbudos desde la Sierra Maestra contra Batista, Trujillo estuvo claro que debía respaldar a Batista. El Jefe se había autoimpuesto ser el campeón del anticomunismo en el Caribe. Y él, a diferencia de muchos, incluyendo los norteamericanos, siempre visualizó a Fidel como un líder comunista, al servicio del comunismo internacional. Entre Batista, que no era de su agrado, y Fidel, prefería obviamente a Batista. En Fidel, además, veía una amenaza para su propia supervivencia como dictador de República Dominicana.

Pese a su disgusto, obviamente, autorizó el aterrizaje. Y a seguidas empezó a prepararse. Se vistió con su uniforme verde olivo, el mismo que llevaba puesto la noche de su muerte, y se marchó para el Palacio. Antes de las cinco de la mañana estaba en su despacho. Y una de la primera cosa que hizo fue llamar al general Arturo Espaillat. Por su alterada voz, Espaillat, que era un zorro, supo que el Jefe estaba iracundo. Sin rodeos le dijo:

-"¿Usted recuerda el informe que me entregó ayer sobre la situación cubana?

-Si Jefe, recuerdo, contestó el general.

¿Usted recuerda que me dijo que Batista era lo suficiente fuerte para mantenerse en el poder otros seis meses?

-Si Jefe.

-Ahora, carajo, quiero que se lo diga a Batista. Está esperando en el aeropuerto.

El general Espaillat le había fallado al Jefe, y eso podía traer consecuencias negativas. Había sido enviado a Cuba una semana antes para evaluar la situación e informarle. Había regresado al país el 30 y desde el mismo aeropuerto se fue para el Palacio para ver a Trujillo. Y lo que le dijo fue lo que ahora el Jefe, molesto, le recordaba. Había errado, medio a medio.

Pocos días antes, Trujillo también había enviado personal técnico-militar y armamentos para ayudar a Batista a frenar el avance de los rebeldes. Ahora, su decepción era notoria. Se sentía molesto. Iracundo. Furioso. Intuía que el triunfo de Fidel Castro le causaría problemas. Estaba convencido que Castro intentaría aumentar su influencia en el Caribe, y de manera fundamental en la República Dominicana.

II

No hay una crónica que ofrezca los detalles de cómo Trujillo recibió a Batista, que debió ser de muy mala gana. Lo que sí hay es un testimonio bastante clarificador respecto de su alterado estado emocional provocado por esa inesperada llegada. Lo ofrece el escritor Hans Paul Wiese Delgado en la página 391 de su libro "Trujillo Amado por muchos, Odiado por otros, Temido por todos", quien aquella mañana llegó a Palacio antes de las siete para felicitar a Trujillo con motivo del nuevo año. Dice:

"Al entrar a su despacho, Trujillo se levantó de golpe de su silla y se acercó a la puerta de la entrada…y señalando con su índice hacia la esquina sureste del Palacio Nacional, y dirigiéndose a mí, me dijo lo siguiente: mírelo ahí…Dr.. Weise, mírelo ahí. Trujillo estaba sumamente colorado, eufórico… Tenía un aspecto fantasmal. Nunca lo había visto en ese estado tan fuera de su normal compostura…Allí estaba el derrocado presidente de Cuba, Fulgencio Batista, acompañado de su esposa Martita y de varios militares y amigos que, desde La Habana, huyeron con él…

Trujillo me añadió: "¡Mírelo ahí, ahí está Fulgencio Batista, después de tantos años permitiendo que las emisoras de radio de su país acabaran conmigo! Ahora viene a pedirme asilo y protección después que salió "juyéndole" a Fidel Castro… Ahora viene a pedir "cacao"…Ese "pendejo".

Y continúa Trujillo, colérico: ¡Ese "pendejo" no se fajó a pelear como un hombre! ¡Qué general, ni general…Ese solo es un sargento "pendejo" y cobarde…! Trujillo parecía un león y sus miradas eran de fuego…Ese día había perdido su habitual serenidad y frialdad, para convertirse en un "león de la selva".

Ese testimonio es revelador del enfado y la ira que generó en él la huida de Batista. Pero aquella mañana El Jefe dijo también palabras que resultaron proféticas y de mucho valor político. Una y otra vez, como quien está previendo el futuro, Trujillo, dice Hans, repitió: "Qué general ni general, ese lo que es un sargento cobarde y "pendejo". A mí hay que matarme peleando con las botas puestas para que deje el poder. Solo muerto dejo el poder y solo muerto salgo de mi país".

El calvario que Batista pasó en República Dominicana es un episodio revelador de cómo Trujillo descargaba su furia contra alguien que le caía mal y con cuentas pendientes. Batista no fue tratado como un presidente asilado, sino como un delincuente de la peor estofa. Las pesadas garras del tirano cayeron sobre él. Apresado y aterrorizado, Batista hubo de pagarle varios millones de dólares a Trujillo por las armas enviadas para combatir a Fidel. Batista alegó que esa deuda era del Estado cubano, no personal, pero con El Jefe esos argumentos son intrascendentes. No tuvo de otra: le perdió el cariño a unos milloncitos de dólares antes de salir en agosto, prácticamente huyendo, del país.

A partir de ese momento la rueda de la historia empezó a girar muy adversa a Trujillo. Los gringos, entendiendo que su permanencia en el poder podría provocar otra Cuba, empezaron a presionarlo para salir del poder de manera pacífica, como habían hecho Fulgencio Batista y otros dictadores latinoamericanos. Pero Trujillo había decidido morir en el poder, lo que ocurrió la noche del 30 de mayo de 1961 cuando siete héroes dominicanos lo interceptaron en el malecón de la República y lo reventaron a tiros. Se cumplió a cabalidad lo que aquella mañana del 1 de enero de 1959, iracundo y furioso, y viendo a Batista, de dictador de su país convertido prácticamente en un prófugo, le dijo a su amigo, el Dr. Hans Paul Wiese Delgado: solo muerto me sacan del poder.