“En esta clase usted va a encontrar muchos temas para su columna”, me dijo Francisco de la Cruz, facilitador de mi clase de Fundamentos de Filosofía en la Universidad de la Tercera Edad (UTE) y sí que tuvo razón, porque apenas en la primera clase he salido entusiasmada y con inspiración para esta entrega.

Tanto tiempo después he regresado a las aulas y ahora con la experiencia de los años, asumo el aprendizaje de manera distinta. Por ejemplo, no me recuerdo interesada en aspectos de la filosofía, mucho menos haber reflexionado en su importancia para la vida; y puedo decirles que, la primera, de cuatro clases, terminó en un debate riquísimo que las cuatro horas nos quedaron cortas.

Debe ser quizás porque, a diferencia de aquellos años cuando uno entra a la universidad como primer contacto con el mundo fuera de la escuela, la experiencia no es precisamente la de ahora. “En esta clase todos somos filósofos y cada uno va a aportar desde su experiencia de vida”, nos dijo Francisco, a un grupo de mi carrera, Comunicación Social, en el que el más joven es Lewin y ya pasa los 20 años.

Con la claridad de lo vivido y las reflexiones propias del ser, mi clase de filosofía se convirtió en una nueva oportunidad de ver la vida de manera distinta. Ahora leo definiciones de filosofía y me encuentro en ellas. Ni en mis sueños imaginé coincidir con Pitágoras, por ejemplo, cuando define la filosofía como “un afán de saber libre y desenfadado”, porque esa afirmación me define, esa quizás soy yo, me veo en ella.

Qué bonito es descubrir nuevos intereses y con ello confirmar que se ha crecido y que la vida ante nuestros ojos no es la misma de ayer, ya ha adquirido un sentido más profundo, más reflexivo, más conforme y de mucho más claridad. Que ante los temas que uno siempre ha creído complejos y difíciles, la vida, y la filosofía como la razón de las cosas, lo hacen más simple y de mayor entendimiento.

La búsqueda constante de lo que no se tiene; el amor como un acto de entrega y no como un sentimiento fuera de lo racional; el misticismo y el conocimiento; y la comunicación en sí, como un instinto básico del ser, se vuelven menos complicados. Y parece ser que ahí radica, entre muchos otros factores, la magia de la filosofía.

Uno se pasa la vida tratando de explicar quién es y cuál es su fin. Una cacería casi inútil, desde mi punto de vista, y que ahora me pregunto qué se hace si uno lo descubre con certeza, ¿se baja la marcha y se detiene? ¿o enfoca su existencia en ese fin? cuando la verdad es que, la vida misma se trata de detenerse cuando es necesario y hacerse las preguntas que hagan falta para encontrar la razón. Una razón, un propósito que puede ser cambiante y que no se detiene jamás mientras haya vida.

Ahora que se habla de pensamiento complejo, de conectar las diferentes dimensiones de la vida, fuera de las ideas reductivas o totalizantes, sin cerrarnos a las posibilidades, con mi clase de Fundamentos de Filosofía lo confirmo. El constante crecimiento del ser y la avidez de conocimiento no nos permiten cerrarnos ante los límites que, la mayoría de las veces, nos imponemos nosotros mismos.

Gracias a Francisco por el debate y este nuevo interés provechoso y a mis compañeros de clases que han hecho de esta aventura de regresar a las aulas después de los 40 una experiencia inolvidable y mucho más llevadera. Gratitud especial a Adan Lesther que aportó la chispa del debate necesaria para que hoy en esta Comparsa se terminara escribiendo de filosofía y rindiendo honores a la frase aquella de que “de filósofos y locos, todos tenemos un poco”. La locura, por ahora, la ponemos en pausa.