Es frecuente en educación encontrarse con concepciones lineales acerca de los logros de aprendizaje y los factores con los cuales se asocian o relacionan. Es una lógica que nos viene al pretender aplicar en las ciencias sociales una racionalidad propia de las ciencias naturales y, que incluso hoy, no se sostiene en todos los ámbitos de ésta. Es decir, muchas de nuestras políticas parten del supuesto de que, si hacemos tal cosa, obtendremos tal otra. Esa suerte de causalidad la andamos buscando desde hace ya mucho tiempo, pues resultaría muy efectivo, por adelantado que, si B es una condición de A, bastaría con cambiar A. O lo que es lo mismo, si A, entonces B.
En educación contamos con bastantes evidencias acerca de lo que saben o dominan nuestros estudiantes de un conjunto de contenidos. Las evaluaciones realizadas desde el MINERD dan cuenta de ello. Las Pruebas Nacionales como las evaluaciones diagnósticas proporcionan información importante acerca de estos resultados; así mismo, los estudios PISA, ICCS, como los ERCE. El primero es el Programa de Evaluación de Estudiantes organizado por la OCDE; el segundo el Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadanía, llevado a cabo por la IEA (Asociación Internacional para la Evaluación de los Aprendizajes); el último, el Estudio Regional de Comparativo y Explicativo, organizado y coordinado por el Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad Educativa-LLECE.
Todos esos estudios ofrecen evidencias acerca de lo que saben o no, o si se tienen o no desarrolladas determinadas competencias. La riqueza, en ese sentido, es encomiable. En sentido general, y en cada uno de estos estudios afloran “factores asociados” a los aprendizajes. Por ejemplo, sabemos que la variable relativa al nivel socioeconómico de la familia de los estudiantes es posiblemente la mejor predictora de los aprendizajes. Sin embargo, hurgando a profundidad en los datos encontramos reiteradamente que hay escuelas y, por supuesto, estudiantes de los niveles económicos más bajos con logros de aprendizajes iguales o superiores a los del nivel socioeconómico más alto. Eso fue evidentísimo en las PISA 2019, cuando un 12% de los estudiantes del quintil uno (más pobre) mostró logros superiores a los del quintil cinco (más rico), contrario a toda predicción. A esos estudiantes PISA los llamó, “estudiantes resilientes”. Algo ocurre en esas escuelas, en esos estudiantes y, muy probablemente, en dichas familias y comunidades, que es capaz de dirigir la diagonal en un sentido distinto al esperado. Hace ya bastante tiempo, que el director de una de las escuelas que siempre quedaba entre las 10 mejores escuelas en las Pruebas Nacionales de 8º me respondió a mi cuestionamiento de la manera siguiente: “En Mi Escuela, No Tenemos Tiempo Para Perder el Tiempo”.
Una respuesta simple, que denota el compromiso asumido por la comunidad en esa escuela por colocar los intereses de los estudiantes por encima de cualquier otro.
Por supuesto, y fue lo que el director de esa escuela rural y aislada no me dijo entonces, pero que me explicó una estudiante en mi clase de Metodología de la Investigación Psicológica en INTEC, siendo ella una de las estudiantes sobresaliente becada por la Institución: “Yo se lo puedo explicar porque yo vengo de esa escuela”. Y lo dijo con un orgullo y un convencimiento que a todos en el curso sorprendió. “Iniciamos la clase a las 7 de la mañana todos los días, no importa que esté lloviendo. Como es una comunidad pequeña, hay una relación muy directa entre los profesores y las familias, y así ellos van monitoreando si dedicamos tiempo para el estudio. En la escuela disfrutamos mucho, pues los profesores son muy buenos y nos tratan bien, y un largo etcétera”. Todo ese conjunto de cosas, en sus múltiples vínculos y relaciones, apuesta a los aprendizajes. No es solo un factor: el maestro, el director, el tiempo… es la manera como esos factores se vinculan y lo que ellos generan en el corazón y la cabecita de esos niños y jóvenes.
EDUCA, hace ya un tiempo, puso de relieve en más de una ocasión, que en nuestras escuelas no se cumplía ni con el horario ni el calendario escolar. Es más, se hablaba de que en promedio los estudiantes estaban expuestos a no más de dos horas y media de clase. Es decir, que un estudiante que había terminado el 6º de primaria, en promedio, había recibido un tiempo de clase no mayor de un 3º de primaria. Por supuesto, esto levantó de su asiento a los funcionarios y técnicos del ministerio. Se postuló incluso aquella política nacional de 1000×1000, que llenó pancartas, anuncios de radio y televisión, murales, en fin, el slogan prendió. Pero, como son y han sido las cosas en la educación dominicana, y no parece que hayan cambiado mucho, las paralizaciones de la docencia, el incumplimiento del horario y el calendario siguió siendo un tema que no cambiaba. Siempre ha habido y habrá “una razón justa” para detener los procesos de enseñanza y aprendizaje en nuestras escuelas. Y, por supuesto, siempre se programarán operativos de recuperación de clases, bajo la ingenuidad de que una hora perdida con una hora recuperada más tarde, podrá subsanar el impacto negativo en los aprendizajes escolares. Sabemos, por la evidencia científica, que eso no es así, que de esa manera no funcionan los procesos que tienen que ver con los aprendizajes escolares.
El tiempo siempre será la dimensión en que las cosas acontecen; lo mismo que el espacio. Espacio y tiempo son condiciones esenciales del desarrollo de la vida y, por supuesto, de los procesos de enseñanza y aprendizaje en las escuelas. ¿Pero es el tiempo o la calidad de su uso? ¿Será el espacio por sí solo o las características y cualidades con que lo adornamos, en el buen sentido, en ese hermoso proceso que es enseñar y aprender?
Puedo “cumplir” con el tiempo estipulado, como incluso, ocupar con mi presencia parte del espacio que me corresponde ¿y qué? Lo importante siempre será la calidad con que asumimos ambas dimensiones, generando y gestionando ricas oportunidades de aprendizaje que animen, provoquen, motiven a los estudiantes a aprender.
En el ámbito de las neurociencias cognitivas, cada vez está más claro, que cuando se producen aprendizajes nuevas conexiones neuronales se están organizando y estructurando, y ello así para un buen como un “mal aprendizaje”, es decir, “un aprendizaje inadecuado” – que por supuesto es muy común- solo que tomará más tiempo y mayores esfuerzos eliminar este último. Por ejemplo, si él o la estudiante no aprende que, para realizar una operación aritmética simple de sumar dos números, tiene que cerciorarse que las unidades van debajo de las unidades, lo mismo que las decenas y las centenas, y de no hacerlo así, corre el riesgo de obtener un resultado equivocado, que se repetirá siempre.
Hace ya varios años, en un estudio que hiciéramos la Universidad de Albany del Estado de Nueva York, la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra y el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, en el cual, entre otras cosas, se midió el dominio de varios contenidos en aritmética y comprensión lectora en los estudiantes de 200 centros educativos elegidos al azar y que debían haber sido aprendidos en el 4º de primaria; la evidencia, que aún en el 7º, esos mismos estudiantes presentaban un bajo dominio de los mismos. Es decir, pasados cuatro años, estos estudiantes habían “bien aprendido” muy poco, reproduciéndose los mismos errores años tras años. Eran centros públicos y privados, rurales y urbanos. ¿Era un problema del tiempo? La evidencia apuntaba hacia un uso inadecuado del tiempo de enseñanza en el aula. Miles de fotos que fueron tomadas a los cuadernos de los estudiantes, además de que era casi imposible encontrar una estructura lógica de los procesos de enseñanza tomados por los estudiantes, ponían en evidencias muchos de estos errores sin corregir. ¿Qué se puede esperar de una situación con esas características?
El currículo termina siendo no lo que pretende el ministerio en sus documentos, como tampoco lo que logra entender y aprender el maestro, sino lo que el estudiante llega a procesar y comprender correctamente.
No me cabe la menor duda de que el cumplimiento del horario y el calendario escolar es una cuestión importante, que de no cumplirse pone en entredicho la necesidad incluso de la escuela misma. ¿Para qué construir y mantener edificaciones? ¿Para qué adquirir y disponer en las escuelas de materiales didácticos, computadoras, laboratorios y otros tantos artefactos, si estos no se van a emplear a su máxima posibilidad y con la calidad necesaria?
Esta cruda realidad de lo que ocurre en muchas de nuestras escuelas es lo que justifica que, para poder ingresar a un aula como profesional de la educación, los aspirantes no solo deben contar con una certificación de estudios universitarios, sino que tienen que mostrar un alto nivel de dominio de los conocimientos y competencias necesarios para una enseñanza de alta calidad. De seguir el camino, que en los últimos meses se ha estado ventilando por los medios de comunicación respecto a los procesos del concurso docente, estaremos proporcionándole a la educación un golpe muy duro que, en varios años, se manifestará con logros de aprendizaje más bajos que los que hoy muestran en las evaluaciones nacionales e internacionales nuestros estudiantes en los diferentes grados y niveles. Esperar otros resultados, es algo más que ingenuidad.
El cumplimiento del horario y el calendario escolar por parte de nuestros docentes debe constituirse en una condición mínima, obligatoria e indispensable a cumplir como profesionales de la educación, contratados para llevar a cabo lo que sí es fundamental, ofrecer una enseñanza según lo estipulado por el currículo, creando las condiciones necesarias para que todos los estudiantes aprendan.
Hay un derecho que preservar y que está por encima de los demás, y es el que tiene todo niño, niña, joven adolescentes y adultos, según nuestra Constitución, de recibir una educación de calidad.