Una sensación de hazme reír me embargaba; como la de aquella vez, cuando uno de mis zapatos perdió la suela en medio del salón de baile. sin importar a dónde iba ni con quién andaba, me miraban y se reían.

Si alcanzaba a ver un político la sensación aumentaba. Si acaso me pasaba por el lado un corrupto impune, llegaba al colmo de esconderme. Atormentado, llegué a estar seguro de que hacían chistes sobre mi persona. Creí estar paranoide.

A punto de coordinar una cita con el psiquiatra, vino a visitarme un amigo. Contó, que igual que otros conocidos, él también tenía el mismo problema. Muy apenado, paso a decirme que la mayoría se encontraban aislados en sus casas. Ya no tenían interés en la televisión ni en redes sociales; mucho menos en los periódicos. Nostálgico, recordó el compromiso que tuvieron con las causas sociales y la buena política. Ahora, parecían descorazonados y pesimistas.

Entonces, supe que ni ellos ni yo sufríamos de paranoia. No estábamos enfermos. Simplemente, somos gentes con las esperanzas pisoteadas y las ilusiones maltrechas. Personas burladas, derrotadas como en las comedias: a base de botellazos, sillazos, arena en los ojos, y  árbitros vestidos de payasos.

Claro, de inmediato recordé que los ganadores acostumbran a reírse de los perdedores. Por eso, esas burlas y carcajadas correspondían más a la realidad que al delirio. Cuando un hombre o una mujer andan enardecidos con el triunfo, creyendo estar por encima del bien y del mal, se llena de euforia y altanería. Camina seguro de que los demás son unos pendejos y dependen de sus bolsillos.

A cierta altura de la vida, seguir ilusionándose y desilusionándose a ritmo de montaña rusa es buscarse un yeyo. Por eso -a pesar de reconocer que por primera vez hemos ganado puntos en la lucha contra la indecencia- he decidido optar por el silencio, acogerme a la decepción.

No escribiré más sobre temas relacionados con la corrupción. Una decisión drástica y difícil. Pero la Suprema Corte de Justicia, al declarar los delitos de Odebrecht inexistentes, me ayudó a tomarla (“crónica de una muerte anunciada”. Ojo. En esta crónica no aparece el muerto.)   

De esa manera, si me mantengo firme y cumplo lo decidido, evitaré sofocos, amarguras, depresiones, y ganas mortificantes de comandar un pelotón de fusilamiento. Cosas contrarias a mi salud y a la vida de los demás.

Un pariente muy inteligente me lo advirtió: “déjate de escribir de esas pendejadas, que no sirve para nada. Escribe de otras cosas…”  Parece que el hombre tuvo razón.

A partir de ahora, cualquier intento de escribir de impunidad o corrupción será autocensurado.  Finish, c’est fini, se acabó. A burlarse de su madre. A reírse de su padre. “A otro perro con ese hueso”.  Abur, corruptos, cómplices, facilitadores, jueces vagabundos, fiscales bandoleros, periodistas bocinas, y políticos mentirosos.

Si acaso escucho hablar de ellos, trataré de no hacer comentarios. Sin embargo, dé cuando en cuando, expresaré mi admiración y reconocimiento a esa mafia institucionalizada que ha logrado superar, en impunidad y control de la justicia, a cualquier organización criminal del mundo.

Dudo, y me tiene sin cuidado, si llegaran al infierno. Supongo que ya compraron indulgencias plenarias, y hasta puede que negociaran con San Pedro un purgatorio privilegiado; en caso que fuese necesario.