En los años 50-60, cuando se informaba sobre las condiciones del tiempo, se decía “Santo Domingo y su vecindad”, haciendo referencia a la ciudad de entonces con su dinámico centro histórico, dotado de un aeropuerto a sólo dos kilómetros de distancia. Del kilómetro 0, al norte del parque independencia, se iniciaba una calle primaria que pasaba frente al aeropuerto, bordeando e impactando positivamente a cinco barrios capitalinos, también dinámicos desde el punto de vista económico, de intensa vida urbana y con una población con profundo sentido de identidad. Esa calle era también el inicio de la carretera Duarte y la referida vecindad eran las zonas rurales, hoy convertidas en zonas disgregadas, degradas y pulverizadas por un descontrolado crecimiento de la urbe capitalina, hoy convertida en ciudad región.

 

El traslado del aeropuerto a Punta Caucedo en 1955, y la insurrección de abril del 65, fueron factores de primera importancia que produjeron el posterior deterioro y pérdida de centralidad de ciudad colonial, y de abandono del eje que la unía al aeropuerto y los barrios que este tocaba. De ese modo, se inicia la degradación de lo que fue el centro y la mayor parte de su entorno pericéntrico. Esa lógica del desarrollo de la capital ha sido un lastre en el proceso configurativo de esta urbe. Con ella se detuvo el crecimiento vegetativo y por las migraciones de los barrios pericentrales y de su sostenida su pérdida de población que  buscaba y busca suelo y viviendas de menor costo en los alrededores de la capital, en su vecindad. Hoy esos barrios se han transformado en zonas de negocios que expulsan pobladores.

 

Convirtiéndose en población que pierde su derecho a la ciudad, como decía Lefebvre. Ese fenómeno tiene varias consecuencias, una de ella es que se inicia una lógica de crecimiento hacia afuera, como ciudad dispersa, no compacta, produciendo las grandes aglomeraciones en los municipios circunstantes, los cuales crecen sin un centro urbano alguno que les potencie su identidad en tanto municipio. Con el deterioro, pérdida de población, hacinamiento y deterioro de los barrios pericentrales, el Distrito Nacional pierde o desaprovecha gran parte de su territorio, pierde gran parte de la ciudad. Ese crecimiento espacial y poblacional de lo que llamaban “su vecindad” suma, según algunos, nueve kilómetros anualmente al área metropolitana. Una locura.  Algo inmanejable.

 

Una circunstancia que se acentúa por la falta de efectivos planes articuladores de su territorio, las limitaciones económicas, la inexistencia de una ley urbana de carácter nacional que sirva de marco regulatorio para esta y otras ciudades con problemas semejantes.  En Gran Santo Domingo se ha convertido en ciudad región con todas complejidades, inequidades, oportunidades y distorsiones que acompañan este fenómeno urbano, máxime cuando es en un país como este, con tantos problemas políticos, sociales e institucionales y de tan pobre cultura del plan. Santo Domingo crece con impactantes rascacielos, con paseos urbanos que superan a muchas cuidades de la región y zonas residenciales que reflejan 60 años de crecimiento ininterrumpido.

 

Junto a la provincia del mismo nombre esta ciudad tiene muchos más de 100 mil establecimientos productivos y de servicios del país, 41% de todo el país; el DN tiene casi 60 mil y ambas demarcaciones suman cerca del 35% de la población nacional. La provincia aporta alrededor de un 35% al PBI del país y si bien, junto al DN, son las que menos pobres tienen en términos relativos, pero ambas suman la mayor cantidad de pobres en términos absolutos. Una mezcla de producción de riqueza y de pobreza que, paradójicamente, constituyen un polo de atracción y concentración de talentos en general, de los profesionales que buscan oportunidades de éxito y de integración a servicios de mayor calidad que no les ofrecen las ciudades de origen. Buscando, además, ambientes sociales y de trabajo que los hacen mejores.

 

Los profesionales que viven en las grandes metrópolis suelen tener mayores ingresos que los de ciudades más pequeñas, pero pierden la calidad y calidez de vida que éstas les podrían ofrecer si fuesen mejor administradas. En ese sentido, las grandes metrópolis succionan el talento de otras ciudades y regiones y acentúan las desigualdades regionales y territoriales. Su crecimiento caótico disminuye la calidad de vida de su población, desestructura social y culturalmente las poblaciones rurales que les están entorno, creándoles serios problemas de identidad y todo esto impacta negativamente a las zonas céntricas. Si la gente de mayor talento y formación abandona sus lugares de origen, se incrementan las desigualdades territoriales y disminuyen las posibilidades de desarrollo del país.

 

Por consiguiente, la capacidad del Gran Santo Domingo  de producir riqueza, de atraer inversiones y población, sin la existencia de planes articuladores de sus áreas, no solamente se convierte en disminución de las posibilidades de desarrollo de esa urbe, sino que contribuye a que se produzcan serias distorsiones del entramado urbano nacional, un serio achicamiento de las potencialidades del país, en sentido lato, y de los distintos sectores económicos que se visualizan como motores del desarrollo pero sin ninguna estrategia de crecimiento de lo urbano, de las ciudades, de Santo Domingo y su vecindad, que son las que, en definitiva, harían sostenible cualquier proyecto nacional de desarrollo del país.