La constatación de que la situación de Haití sí es un problema dominicano ha despertado la reacción reciente de muchos intelectuales que no caben en las categorías de haitianófobos ni tampoco haitianófilos, o al menos, que no se les conocía como tales.

Aunque en lo inmediato no parece ser percibido, el futuro de nuestro país está irremediablemente ligado a la suerte de Haití, y tener al lado, separado solo por una frontera más imaginaria que real, a un vecino tan pobre y carente de perspectiva, va a condicionar toda la vida el devenir de la República Dominicana. Por tanto, estamos en la obligación de actuar en la dirección, con la contundencia y el buen juicio que se requiera para ayudar a encontrarle una solución.

A la perspectiva de la inmigración se une el elevado riesgo que supone para la República Dominicana la inestabilidad política y la ausencia de un Estado funcional en el país vecino. Hasta hoy, como ha advertido Juan Lladó, el crecimiento económico dominicano, y muy particularmente el turismo, ha sido favorecido por el hecho de estar enclavado en la región del Caribe, considerada una región apacible, libre de riesgos de terrorismo y propicia para el disfrute de las vacaciones; si bien hay delincuencia y criminalidad, su nivel no causa mayor inseguridad para el turista o la empresa.

Pero nuestro destino turístico estaría vulnerable a un mayor nivel de inseguridad, especialmente si los problemas de bandas criminales en el vecino país se desbordan hacia nuestro territorio. A todo ello se unen los riesgos de enfermedades: a veces se gana poco con erradicar o controlar de este lado una enfermedad infectocontagiosa si del otro lado se sigue propagando.

Y no solo preocupa la pobreza de Haití; es que ese país no tiene los más elementales recursos necesarios para el desarrollo de una sociedad, excepto un pueblo que a lo largo de la historia ha mostrado un indomable espíritu de lucha y supervivencia.

Pero no tiene instituciones, ni abundante dotación de tierra cultivable, ni valiosos recursos minerales conocidos, ni infraestructura, no tiene recursos humanos, ni tecnología, ni vocación de diálogo y negociación colectiva, ni lo que es más elemental para la vida, agua dulce; salvo algunas playas y mucha mano de obra en extremo barata, nada más.

Aun las más primitivas especies animales, mamíferos, aves, peces, y de todas las especies han aprendido que la emigración es condición de vida cuando así lo ameritan los requerimientos de agua o del clima, aun cuando estén conscientes de que una parte de ellos van a sucumbir cuando tengan que cruzar por donde hay fieros depredadores, o inclementes desiertos, ríos o mares.

Los seres humanos somos migrantes por naturaleza. Si desde antes de que existieran los medios de transporte y comunicaciones que lo viabilizan hoy, desde que nació la especie humana se movió en todas las direcciones, pobló todos los continentes e islas, se adaptó a todos los ambientes excepto a vivir sin comida y sin agua, no tendríamos razón para pensar que los haitianos son la excepción.

Quien ha visto un documental de mamíferos cruzando un rio en África, a sabiendas de que hay cocodrilos que siempre atraparán algunos de ellos, saben del imperativo de emigrar a donde haya agua y comida. Ahora sustituya a África por nuestra isla, el rio por un muro, a los ñus por haitianos hambrientos, y a los cocodrilos por guardias armados, ¿cuántos dominicanos estarían dispuestos a aplaudir la orden de disparar a matar? El Muro de Berlín solo funcionó mientras hubo constancia de que esa orden existía, y esto, que el móvil no era el hambre o el agua.

En su pequeña geografía y con tanta población, Haití es un país “atrapado y sin salida”, para rememorar el título de un filme. Salvo un reducido grupo de privilegiados, su única salida está en emigrar y, como opción más fácil, cruzar nuestra frontera; ahí no habrá ejército, policía, muro o tecnología que pueda impedirlo por completo. Como mucho, puede atenuarlo, lo que siempre va a justificar que actuemos.

Pero nuestra actuación tiene que ser razonable, humana, y animada del más puro espíritu de solidaridad y convivencia. Nada bueno se logrará propiciando el odio ni la violencia. Que el discurso xenófobo y rechazo al inmigrante sea asumido como política de Estado resulta inaceptable para el pueblo dominicano y el resto de las naciones. La eventual violencia nacionalista a lo único que conduce es al trauma y la vergüenza histórica de un lado, y la animadversión y el rencor del otro: un clima de tensión entre dos vecinos que están condenados por la historia y la geografía a convivir en una isla.

La única actuación razonable por parte de nuestro país es forzar una acción urgente de una serie de países dirigida a encontrar una salida diferente. República Dominicana no puede limitarse a decir que no hay una solución dominicana al problema haitiano pues, si bien resolverlo no está dentro de nuestras posibilidades, tampoco es cierto que podamos hacernos indiferentes, pues todo lo que pase en Haití nos concierne.