Creo que pocas veces en la historia se había visto un concierto tan grande de personas, organizaciones y naciones proponiendo, deseando o al menos viendo con buenos ojos y estar dispuestas a aceptar una intervención internacional en un país como ocurre ahora en Haití.

La evolución histórica de la República Dominicana y Haití no podía ser más dispar durante el último siglo. Mientras la República Dominicana mantiene un crecimiento casi sostenido de la economía, sólo interrumpido por fenómenos esporádicos generalmente pasajeros, lo cual la ha convertido en una nación de ingresos medios de América Latina y de clase media mundial, Haití ha devenido en el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo.

Algo parecido puede decirse respecto a la estabilidad política y social. Aún marcado por dictaduras y autocracias alternados con democracia, la República Dominicana ha mantenido estabilidad política, con relativamente pocos episodios de violencia social; y ambos tipos de gobiernos han sido amigos de la inversión en infraestructura pública, mientras que Haití no ha conseguido asentar períodos sostenidos de estabilidad relativamente largos ni un Estado mínimamente capaz de mantener el monopolio legítimo de la fuerza y la violencia. Esto hace mucho más difícil que pueda superar su ancestral pobreza.

Llegados al momento actual, el PIB per cápita de la República Dominicana, en paridad de poder adquisitivo, multiplica por 6.3 el de Haití; para que entendamos la implicación de ello, vale decir que los Estados Unidos multiplica por 3.6 el PIB per cápita dominicano, y eso se constituye en un atractivo lo suficientemente grande para que ingentes grupos de la población dominicana intenten emigrar hacia ese país del norte por todos los medios que se les presenten, aunque eso signifique correr el riesgo de encontrarse con los tiburones del Canal de la Mona, o con los más despiadados criminales del tráfico humano en Centroamérica y México.

Y todo ello ocurre, aún al costo de sacrificar el patrimonio familiar, y a sabiendas de que van a violar la frontera de un país que dispone de ilimitados medios para capturarlos, apresarlos o devolverlos.

Si en el caso de los haitianos, cruzar hacia nuestro país les supone un costo económico mínimo y un riesgo menor a su integridad física, la tentación de emigrar a la República Dominicana siempre será muy grande, y muy limitados los medios a nuestro alcance para impedirlo.

Hasta ahora, la sociedad dominicana había visto pasar el tiempo y la evolución de ambias sociedades bajo el entendido de que eso es lo que hay. En su seno, respecto a su visión del problema haitiano, en el pueblo dominicano se pueden distinguir tres grupos.

Uno de ellos, seguramente el más visible de todos, y muy a tono con lo que se aprecia en casi todos los rincones del mundo, percibe el problema en un tono que se confunde con el odio racial y la xenofobia (haitianófobos), y rechaza a los inmigrantes de forma tal que alienta la perspectiva de una solución violenta, que podría conducir a fenómenos tan penosos y traumatizantes para nuestra población como los de hace casi un siglo.

Afortunadamente, la historia reciente ha puesto de manifiesto que este sector extremista es minoritario, aunque con mucha influencia mediática, lo que lo convierte en peligroso. Además, en períodos de efervescencia, como el actual, irradia más su influencia hacia el resto de la población, no solo haciéndolo crecer, sino parecer más amplio que lo que efectivamente es.

En el otro extremo se ubica otro sector (haitianófilos), que conoce la situación, pero no lo percibe como problema, sino que ve a Haití con conmiseración, y a los haitianos como víctimas, por lo que corresponde a la República Dominicana hacer todo lo posible para contribuir a resolver la situación.

Entre uno y otro, aparece el tercer grupo, el común de la gente, que convive con el fenómeno sin inmutarse, acoge humanamente a los inmigrantes como gente buena que suelen ser, y como suele ser la propia población dominicana.

No solo los acoge, sino que también muestra cierta solidaridad y los ayuda en lo posible, pero también los explota económicamente. Contribuye a ello que la mayoría viven irregularmente en el país, carecen de la documentación y de las condiciones que les permitan acceder a buenos trabajos ni reclamar buenas condiciones y la debida protección social.

También contribuye el hecho de que los inmigrantes suelen ser gente apacible, trabajadora, y que los actos de violencia en que a veces se ven envueltos, además de poco frecuentes, tienen lugar entre los propios inmigrantes, sin afectar mucho a los hogares dominicanos.

Pero cuando esporádicamente algún haitiano participa en un acto delincuencial o de violencia, a diferencia de lo que pasa con los propios dominicanos, los integrantes del grupo haitianófobo se encargan de difundirlo y sazonarlo por todos los medios de comunicación y amplificarlos por las redes sociales como si se estuviera destruyendo nuestra sociedad.

Ahora bien, entre el común de dominicanos impera la convicción de que la situación de Haití tiene que ser resuelta por los propios haitianos con ayuda externa y, por tanto, que no es un problema dominicano. A lo sumo, que no está a nuestro alcance afrontarlo. En lo cual tienen parcialmente razón. Pero resulta que la situación de Haití sí es un problema dominicano, y muy grande, por cierto.