1.- Los restauradores urgidos de apoyo internacional ante el poderío enemigo
Son más que plausibles las razones históricas conducentes a atribuir a mezquinas intrigas políticas la apresurada misión diplomática confidencial encomendada a Duarte en Venezuela, a poco de su llegada al país, a finales de marzo de 1864 en pleno fragor de la campaña restauradora.
A algunas de esas razones hicimos referencia en la entrega de esta columna correspondiente a la semana próxima pasada. No obstante, en abono a la verdad histórica, es preciso no obviar la desesperante situación en que se encontraban los líderes restauradores ante el avasallante poderío del ejército peninsular español y, por ende, su imperiosa necesidad de procurarse el apoyo militar y político necesario para enfrentarlo con posibilidades de éxito.
Y es que, precisamente, ese apoyo buscado entre las grandes potencias de la época y no encontrado permite dimensionar, desde una especial perspectiva, la grandeza de la hazaña restauradora; esa que llevó a Charles Hauch a reconocer, tras estudiar a fondo tan memorable período histórico, que el pueblo dominicano era acreedor de todo encomio, pues pudo lograr que las poderosas tropas españolas abandonaran nuestro suelo tras enfrentarlas amparadas, además de su arrojo, sólo en el apoyo que le ofreciera “…la topografía y el clima de su país, y su aliado, el mosquito de la fiebre amarilla”.
Gracias, precisamente, a autores como Dexter Perkins, Charles Hauch, Tansill, entre otros, es posible aproximarse al complejo contexto internacional que signó la época en que los restauradores libraron su lucha y calibrar en sus verdaderas proporciones el juego de fuerzas estratégicas que, al final del día, impidieron encontrar respaldo internacional en las potencias de la época, a las que de forma reservada recurrieron a través de varios emisarios con el propósito de restaurar la soberanía vulnerada.
2.- Las gestiones confidenciales de los restauradores para recabar el apoyo de los Estados Unidos
Nuestra contienda restauradora coincide con el período en que los Estados Unidos se encontraba inmerso en el terrible conflicto fratricida de la guerra de secesión. Esto, no obstante, hasta allí se encaminaron diligencias orientadas a dar a conocer la causa dominicana y recabar solidaridad moral y material para hacer frente a las huestes españolas.
Estas diligencias iniciaron hacia el mismo mes de agosto de 1863, a través del agente comercial Norteamericano William Jaeger. Por su conducto se informaba de la esperanza alentada por los patriotas de encontrar en los Estados Unidos el apoyo que a su causa pudiera ofrecerle.
Hacia noviembre de 1863, apenas dos meses después del incendio de Santiago y la instalación del gobierno provisorio, su entonces vicepresidente Benigno Filomeno de Rojas había escrito al Ministro Norteamericano en Haití B.F. Whidden, a fines de explicarle las razones que habían motivado la guerra restauradora, al tiempo que le reclamaba “la intervención de las naciones civilizadas, de tal modo que, viendo todo esto en su verdadera dimensión, puedan prestarnos su ayuda en forma de mediación con el fin de restablecer la autonomía del pueblo dominicano, de la que han sido arrebatados traicioneramente”.
De igual manera, a través del ciudadano norteamericano Willian Clark, residente a la sazón en Santiago, el gobierno restaurador había hecho saber al gobierno norteamericano sobre sus peticiones de apoyo, instruyéndole a gestionar ante el Presidente Lincoln “ayuda en forma de dinero, municiones y pertrechos, ya fuera del gobierno norteamericano o del sector privado”.
Debía, además, procurar, “investigar la posibilidad de enviar corsarios a los puertos norteamericanos para aprovecharse del comercio español… que se enviase un agente acreditado a Santiago y algunos barcos de guerra que se dirigieran a Puerto Plata y otros puertos”.
Pocos días después, como forma de avanzar aún más en las gestiones, el 30 de diciembre de 1863, el liderazgo restaurador destinó ante el gobierno de los Estados Unidos a Pablo Pujol, al no surtir resultados deseados la encomienda hecha a Clark, a fines de que se entrevistara con el Secretario de Estado, que lo era en ese momento William Seward.
Pujol permaneció en la referida misión desde finales de Diciembre de 1863 hasta Febrero de 1864, sin lograr poder entrevistarse a pesar de que había solicitado audiencia en tres ocasiones, aunque solo fuese “de carácter extraoficial, privado y confidencial”. Ningún efecto surtió, a este respecto, tal como consigna Hauch, la nota que por su conducto había remitido Ulises Francisco Espaillat, ya por entonces responsable de las relaciones exteriores del gobierno provisorio, tal como lo había hecho ante los gobiernos de Inglaterra y Francia, sugiriendo que “…aunque no estuviesen en disposición de reconocer la independencia dominicana, por lo menos, podían reconocer a los dominicanos su derecho a la guerra”, es decir, otorgarle, como se denomina en derecho internacional, el estatus de “ beligerantes”.
Perkins, en interesantes ponderaciones, ofrece la clave que explica el hecho de que la misión confidencial de Pujol en los Estados Unidos no arrojara los frutos esperados y es que: “El Presidente Lincoln le había inculcado al Secretario Seward la prudencia de mantener relaciones amistosas con las potencias europeas; y la soberanía española ya había suplantado en Santo Domingo a la soberanía Dominicana”.
En Lincoln, Seward y sus principales colaboradores, latía el temor de que si Estados Unidos convenía en entrevistarse con algún enviado de los patriotas dominicanos, España, en represalia, decidiera otorgar su reconocimiento al bando de los confederados, en el contexto de la guerra de secesión, y esto explica que se dispusiera a significar al ministro norteamericano en España, que lo era entonces Gustavo Koerner, que ni siquiera de manera informal había recibido a Clark y a Pujol.
Con mayor precisión, el mismo Secretario de Estado Seward, se encargaría de exponer con mayor precisión cual era la actitud diplomática que normaba su conducta en aquellas circunstancias, al afirmar:
“Los revolucionarios de la isla (Santo Domingo) han apelado a este gobierno en varias formas y por conducto de varios canales para su reconocimiento, por ayuda y por simpatía. Cumpliendo con la política sobre la cual hemos insistido con muy poca efectividad ante otras naciones, no hemos recibido agentes de la revolución, ni siquiera informalmente, ni les hemos respondido en ninguna forma, mientras hemos impartido instrucciones a los funcionarios ministeriales en el sentido de que vigilen para que sean regularmente mantenidas y puestas en vigencia las leyes de neutralidad de los Estados Unidos”.
3.- La actitud de Inglaterra al momento de la lucha restauradora
Para aquilatar en sus verdaderas dimensiones cuál era el peso geopolítico de Inglaterra en el mundo y nuestra región durante la segunda mitad del siglo XIX, basta considerar, como lo destacara el historiador Jaime de Jesús Domínguez, que hacia 1860, esta potencia “era la principal nación capitalista. Contaba con una poderosa marina mercante y poseía colonias ricas en materias primas como Canadá y La India. Su desarrollo industrial le permitía dominar comercialmente el mundo, por lo que estaba siempre a la búsqueda constante de nuevos mercados donde vender sus productos manufacturados”.
Esto explica que, si hasta 1856 había antagonizado tanto a Francia como a los Estados Unidos, a partir de ese año fue tomando cada vez más vigor una fuerte presión, de la prensa y de la opinión pública en general, exigiendo un cambio de rumbo en su acción exterior a fines de no comprometer sus intereses comerciales y económicos en el Caribe.
En otras palabras, les guiaba el criterio de que sus intereses comerciales solo podían florecer en un marco de estabilidad política y que la confrontación solo les depararía pérdidas y perjuicios. Esta línea de actuación en materia de política exterior fue reforzada por Lord Russell, jefe de la diplomacia británica a partir de 1862.
Charles Hauch resume en importantes ponderaciones cuáles eran, en conclusión, las razones que orientaba su política exterior hacia España y por ende, su postura de neutralidad tras la reocupación del territorio dominicano por las tropas españolas.
En su criterio: “La actitud de la Gran Bretaña hacia la reocupación como mejor podemos calificarla es de una aquiescencia o desgano. Hay dos hechos que explican la reticente aprobación de Downing Street: primero, la creencia de que aunque eventualmente podrían ser afectos los intereses británicos, ellos no estaban amenazados de inmediato y segundo, la promesa española de no reintroducir la esclavitud en su nueva posesión. De este modo la política inglesa ponía de manifiesto la modificación que había experimentado desde 1844 cuando Lord Aberdeen, entonces Ministro británico de Relaciones Exteriores, se apresuró a asegurar a los representantes españoles y dominicanos en Londres que la Gran Bretaña no tenía objeción que hacer a una reasunción del control español y que desde luego daría su beneplácito a tal desenvolvimiento si impedía la anexión de la recién advenida República Dominicana por Francia o los Estados Unidos”.
4.- La actitud de Francia
Para completar el análisis general de los intereses de las grandes potencias en el contexto de la lucha restauradora, preciso es referirse, aunque en breves trazos, a la actitud de Francia, donde ya había ascendido al trono Napoleón III, quien no ocultaba proyectar sus ambiciones imperiales hacia nuestra región.
El juego de fuerzas de posibles potenciales rivales, no le era, al momento, desfavorable, dado que ya a partir de mediados de la segunda mitad del siglo XIX, por razones ya expuestas, había cesado la hostilidad de Inglaterra hacia Francia y en segundo lugar porque inmerso en la guerra de secesión, era muy poco lo que los Estados Unidos hubieran podido hacer entonces para poner algún freno a sus pretensiones.
No obstante, como afirma Hauch: “a pesar de todo ello, sin embargo, Napoleón no encontró ventajoso aprovecharse de las inclinaciones francófilas de muchos dominicanos y de la orientación dominicana hacia Francia que estimularan los representantes franceses de los años anteriores”.
Ese sentimiento hacia Francia, cabe significarlo, como prudente matización a lo expuesto por Hauch, estaba presente desde antes del nacimiento de la República en connotados miembros de la élite política e intelectual de la época, conjuntados en la corriente denominada de los “afrancesados”, no obstante, como señalará el profesor Bosch con mucho acierto, entre los rasgos de la guerra restauradora está el hecho de que fue “ una guerra social” y en ella, el protagonista indiscutido y vencedor fue el pueblo llano, a quien nadie pudo contener, a pesar de sus desventajas logísticas y materiales, en su determinación de ser libre de “ toda potencia extranjera” como lo había proclamado Duarte.