Los discursos sobre la naturaleza han estado rehilados con los lazos femeninos. Esto no es un canto de silencio. Desde el medievo se ha construido una mirada que sitúa a las mujeres con la naturaleza. Y el mundo de los hombres era visto como un tejido cultural. Por tanto, los bosques, los jardines y todo lo verdeado pertenecen, a lo salvaje y al mundo femenino.
Esa narrativa de los emboscados como salvaje todavía retoña duplicado en las mentalidades de personas que intentan explicar el mundo de la clorofila y sus encantos como un atributo propio de la condición femenina. Aún hoy, los ecologistas proponen que las mujeres están más cerca de los bosques que los hombres. Y esto se vende en las políticas forestales para agenciar proyectos que encaminan, a las mujeres a tener poder y encadenarse en los agronegocios. Debajo de tales políticas están esos viejos atributos de uñas verdes y vestidos de flores como las brujas medievales que describe Caro Baroja.
Las feministas apuntaron desde el siglo pasado con un misil Patriot. Y debatieron el concepto de esencialismo como una de las bases que desapodera, a las mujeres de la producción y del mercado. Estas pensadoras del siglo XX, realizaron una crítica rigurosa, a la ciencia moderna con su dualismo y ortodoxia. Indicaban que los hombres construyeron un modelo político, cuyo propósito era marginar, a las mujeres, y controlar su cuerpo, por su cercanía con los animales no humanos.
En el campo del saber, esa mirada masculina, incita las subjetividades de la cama. De ahí que la reproducción está detrás de estos argumentos. Esas poderosas explicaciones sexualizadas han construido una separación metafísica entre mujeres y hombres. La base social y política de la reproducción es el espacio de competencia de las mujeres. Los hombres quedaban excluidos de tales posiciones misioneras. Las mujeres a la casa, con todas las jornadas de trabajo, incluida, la objetivación de su útero salvaje. Esto claramente se definía con acciones que comprometen los derechos políticos de las mujeres.
El mundo masculino concretó y sujetó a las mujeres en una matriz sin poder. Los ecologistas usaron una vieja alegoría de los griegos sobre una antigua diosa llamada tierra. Reaparece GAIA contemplando el mundo desde la posición de una madre vencida, mancillada y destruida por la avaricia del capitalismo.
La metáfora se instaura con un mentolado verdeado. Y es cuando el episteme toma forma. El carácter femenino, es explicado en el marco del dualismo. Una vieja contradicción no resuelta entre el mundo natural y el mundo masculino. La teleología instaura, antiguos dualismos: el de naturaleza/ cultura, o el de sexo/género, entre otros, como parte de la hegemonía de los nuevos tiempos. A decir de Haraway, desde Aristóteles hasta Sartre, no se logró cambiar tales dualismos. La verdad es que todavía occidente utiliza esta fórmula para sostener sus sistema de opresión/dominación sobre las mujeres y la naturaleza.
Los esencialistas triunfaron con los postmodernos. Su metáfora ha sido muy manoseada para explicar la crisis climática y el colapso del planeta. El horizonte quedó atrapado en la virtud de la inocencia. La fachada del Tartufo de Moliere se vendió como pan caliente. Y los actos de la lucha por el cambio climático se convirtieron en una riña entre los que amaban a la madre tierra, y los que con la fuerza de la industria se apandillan con la virilidad masculina de los nuevos guerreros que se disputan territorios con sus misiles y drones.
La acción política de occidente es muy clara. La naturaleza se somete para civilizar y mercadear, de ahí los agronegocios y las fórmulas planteadas por los economistas ecológicos sobre el control de los “recursos naturales”. Karl Polanyi, sostiene que desde el medievo hasta la globalización, el proyecto de los iluminados se concentró en un propósito económico y en un proceso civilizatorio sobre la naturaleza, bajo el control de la ciencia.
La base de estas argumentaciones se encuentra en una teología patriarcal y en un sistema económico, que sólo cree en el crecimiento, y en la instauración de controles sobre los otros. Ahora utilizan la ciberseguridad para someter y sujetar a muchos, entre ellos: los territorios, niños/as, mujeres, LGBT†, bosques y animales no humanos. La cuestión se complica aún más, cuando los activistas iconoclastas quieren plantear la descolonización de estas metáforas. Para repensar el mundo de un modo no binario, bajo diversas posibilidad que rompen los conceptos tradicionales de femenino y masculino.
Estos relatos sugieren identidades nuevas. Se rompen los dualismos para ser diluidos en discursos abiertos. Se trata de buscar el amparó en diferentes interpretaciones de la naturaleza permeadas por culturas heterogéneas. Estas se valorizan como verdades que pueden ser objetivadas, porque dan respuestas, a situaciones particulares o globales en el marco de mentalidades que abrigan otras respuestas no occidentales. La ruptura del tejido masculino se desgaja como la naranja. El nuevo paradigma ecopolítico e identitario se propone romper las bases del pensamiento moderno y llevar la peste a esos sistemas de relaciones excluyentes. La batalla se mece en los mundillos y centros de intervenciones de activistas y académicos.
Las respuestas se la dejan a la neurociencia y a la sociobiología. Pero esta última es bastante odiosa, porque le encanta explicar los comportamientos de los animales no humanos con argumentaciones sociales. Estos discursos de dominación no han podido desojarse en la posverdad. Las mujeres continúan enredaderas en ese amasijo que objetiva su opresión controlando su cuerpo, bajo un evento político, en el que se impone límite, a la verdadera liberación, la de ser sujeto de poder. Los relatos están abiertos.