Las colosales diferencias salariales en el sector privado, en que no es extraño que un obrero se pase el año entero trabajando para recibir a cambio menos de lo que su jefe gasta en su fiesta de cumpleaños, si bien es una situación odiosa, la sociedad lo admite como parte de las reglas del juego de una economía que no es justa.
La crisis bancaria de 20 años atrás puso en evidencia los exorbitantes privilegios de los ejecutivos en el sector financiero. En los demás sectores de la economía, no es común la publicidad de lo que sucede, pero sería extraño que no ocurriera lo mismo. Obviamente, en el sector financiero resulta más pernicioso, primero porque trabaja con el dinero ajeno, y segundo, porque con Baninter se creó el precedente de que cuando fallan el contribuyente tiene que hacerse cargo.
Ahora bien, en cualquier sociedad resultaría inadmisible que eso ocurra con los salarios de los servidores públicos. Los ciudadanos pueden admitir tan marcadas diferencias en el sector privado, bajo el entendido de que al final de cuentas los que se apropian de la parte del león suelen ser los dueños y directivos de sus empresas.
Sin embargo, es mucho más grave en el aparato de Estado, primero porque los beneficiarios lo hacen con el dinero de los contribuyentes y, sobre todo, porque se trata del Estado, una de cuyas misiones es justamente perseguir la cohesión social, por lo que debería procurar a toda costa evitar que esas cosas ocurran. Eso significa que prevalece la cultura de que el que llega a la posición se ocupa primero de sus intereses privados que de los públicos, para los cuales fue elegido o nombrado.
Según un artículo escrito por Ramón Flores, durante la tiranía de Trujillo un Secretario de Estado podía recibir un salario 100 veces mayor que el del maestro o el policía. Eso fue cambiando con el tiempo en la época de Balaguer, hasta que en 1996 el Dr. Leonel Fernández llegó al poder y una de sus primeras decisiones fue quintuplicar los salarios de la cúpula ejecutiva.
“No conforme con aquel aumento” sostiene, “pronto se introdujeron nuevos elementos que llevarían al país a un desmadre salarial. Así, el Proyecto de ley general de electricidad y la ley de telecomunicaciones establecerían que los miembros de las comisiones reguladoras, que son funcionarios de tercera y cuarta categoría dentro de la estructura jerarquizada de cualquier Estado, recibirían salarios referenciados, no con los del resto de organismos públicos, sino con la cúpula de las empresas reguladas. A partir de la crisis bancaria del 2003, la Junta Monetaria y el Banco Central decidió, no congelar sus salarios como era esperable en una situación calamitosa, sino aprovechar la nueva regulación monetaria para dispararse los salarios. Después de la compra de las empresas distribuidoras, el sector eléctrico decidió referenciar sus salarios con la escala de los funcionarios extranjeros que la recompra reemplazaba. Como consecuencia de esos ajustes, los directorios se volvieron posiciones apetecibles. Y ni tontos ni perezosos, aquellos ministros que por ley debían asistir a ellos comenzaron a recibir muchos altos salarios juntos”.
“Mirando siempre hacia arriba”, continúa diciendo, “que hacia arriba es que se mira en cuestiones salariales, cada funcionario comenzó a medirse en relación con su vecino. Y a buscar mecanismos para hacer sus propios ajustes. Hasta que el Estado llegó a la insólita situación que cada funcionario se fija su propio salario de conformidad con lo que puede y entiende que vale. Creando diferencias abismales entre funcionarios de la misma jerarquía y entre funcionarios de diferentes jerarquías. Hoy la situación salarial en la administración pública es aberrante, que reivindica el aberrante modelo salarial de la tiranía”.
No conocemos que haya algún otro país en que, al llegar a un puesto, un funcionario público sea quien decida cuánto va a ganar “de conformidad con lo que puede y entiende que vale”. Y aun así, en nuestro país se fue creando una cultura de que al ser electo o designado en un cargo, particularmente en aquellas instituciones autónomas, posteriormente llamadas “constitucionales” como para poder escapar del alcance de las normas aplicables al resto de la humanidad, en vez de tener definido de antemano el salario que iba a percibir, cualquier funcionario llegaba al cargo con la idea de que él mismo se fijaría su salario, llegándose a prácticas tales como instituciones que, en materia salarial, el año se computa como si tuviera hasta 16 meses; o bien a tomar el mismo dinero del fisco para pagar el impuesto correspondiente a sus ejecutivos, o de adjudicarse jugosas pensiones por escaso tiempo en servicio.
Resulta que el Estado es uno y solo uno, por lo que ningún organismo, entidad autónoma o descentralizada puede decidir por sí mismo su organización interna, sus salarios, sus pensiones y jubilaciones, sus regalos, viajes, viáticos u otros gastos tasables o no, asociados al desempeño de una función pública. En el segundo período del gobierno de Danilo Medina y en el actual se intentó regularizar, pero persisten los casos extremos.