A penas minutos después de ser encontrado culpable por un jurado de 11 personas, a la cuenta del ex presidente Donald Trump entraron algo más de 34 millones de dólares. Y no cesan de entrar.
Un jurado federal de Manhattan, Nueva York, declaró culpable a Trump de 34 cargos de falsificación de registros comerciales para encubrir pagos ilegales, entre otros delitos.
Desde que salió de la Casa Blanca el multimillonario y virtual candidato presidencial del Partido Republicano no ha tenido un momento de tranquilidad. Y todo se debió, más que a cualquier razón, a que el rubio no pudo asimilar su derrota del 2020.
Emocionalmente el hombre fue impactado negativamente, y eso lo llevó a tomar decisiones erráticas que han estado envolviendo su vida personal y política. No supo o no quiso organizar su retirada en orden. No actuó como un político profesional que entiende que en el juego del poder se gana y se pierde, y que cada circunstancia se enfrenta con entereza, y más si eres el presidente de una gran nación, que es al mismo tiempo, un gran imperio, como lo es Estados Unidos. El hombre, definitivamente, no pudo asimilar el golpe.
Se trata de su interferencia electoral en Georgia, caso que está en la justicia. También guardó de manera irregular documentos clasificados. Pero lo más grave, sin duda, fue el haber estimulado con sus acciones y discursos el asalto al Capitolio.
Ese hecho, el asalto al Capitolio, no será perdonado así por así por la clase gobernante norteamericana. Ver ese símbolo de poder norteamericano profanado por turbas trumpistas verdaderamente consternó a sectores decisivos, que jamás pensaron que en esa sociedad, desarrollada y organizada sobre bases políticas e institucionales sólidas, pudieran darse fenómenos de esa naturaleza, entendidas solo como propias de países del llamado tercer mundo.
Lo que significa, a mí juicio, que independientemente de los cargos jurídicos que lo enfrentan al sistema judicial norteamericano, luce que hay una decisión de sectores influyentes del poder norteamericano de impedir que este hombre, inmanejable, impredecible, irrespetuoso, y que ha vulnerado reglas del sistema, pueda volver a dirigir el mundo desde la Casa Blanca.
Pero es el caso que los escándalos y los casos en que se ha visto envuelto, incluyendo la última decisión, no han restado apoyo a su candidatura. En estos momentos, según las encuestas, está empatado con el presidente Joe Biden, que ha visto su popularidad descender considerablemente, a causa de su política internacional, expresada fundamentalmente por su apoyo a Israel, pero sobre todo, por el evidente deterioro de su salud, que se expresa en una debilitada imagen como presidente de los Estados Unidos. Muchos norteamericanos se sienten avergonzados de tener al frente de la nación a un hombre que a veces manifiesta dificultades para coordinar ideas y hasta para caminar.
A lo anterior se suma el hecho de que una gran parte del electorado norteamericano entienden que Trump está siendo enfrentado políticamente por los demócratas para impedir su retorno a la Casa Blanca. En ese contexto, el hombre ha sido victimizado y su popularidad no ha sido afectada por esos procesos.
Hasta ahora la estrategia de Trump, más que defenderse judicialmente con buenos argumentos y pruebas, más que tratar de convencer a los norteamericanos y al propio sistema judicial de su inocencia, ha sido la de sembrar la desconfianza en las instituciones del Estado norteamericano. Trump ha sido consistentemente en atacar a los jueces, fiscales y a todas las instituciones. La estrategia es sembrar la duda y la desconfianza en instituciones que tradicionalmente han gozado de la confianza del ciudadano norteamericano. Y hay que admitir que ha tenido éxito. Hoy son más los ciudadanos que desconfían de sus instituciones. Pero eso no significa que pueda salvarse de una condena.
De todas maneras, el 11 de julio se dará a conocer la sentencia. Lo más probable es que la decisión sea ratificada. Eso implicará una serie de interrogantes y dificultades para Trump en su carrera por volver a la Casa Blanca. Pero hay consenso de que el sistema electoral norteamericano, aún en esas condiciones, le permite mantener su candidatura.
La Constitución gringa no prevee un caso de esa naturaleza. Sus creadores, como Tomás Jefferson y demás, no previeron el caso de alguien que pudiera aspirar a la presidencia de ese país condenado por hechos criminales, y mucho menos, incluso, que pudiera ganar las elecciones.
La constitución no toma en cuenta los hechos penales de un candidato. Las condiciones que establece solo son tres elementos y tienen que ver con su lugar de nacimiento (EE.UU.), su edad (mínimo de 35 años) y su residencia (mínimo de 14 años en territorio estadounidense). Nada dice, según los técnicos jurídicos, sobre la pérdida de los derechos de un candidato condenado y encarcelado.
Ahora bien, teniendo derecho a ser candidato, significa que pudiera ganar la presidencia. Y ahí sí viene un verdadero dilema: ¿Cómo ejercerá Trump la presidencia con una condena en las costillas?
Hasta ahora nadie ha respondido esa pregunta. La verdad es que estamos viviendo tiempos extraños. De eso ocurrir, el mundo tendrá cuatro años de verdaderos espectactulos. Ver a Estados Unidos, y en consecuencia al mundo, gobernados desde una cárcel, debe ser de lo más interesante.
Pero ese país tiene una oportunidad de no convertirse en el hazmerreír del mundo: rechazar a Trump en las urnas, aunque para ello tendrán que seguir gobernados por un presidente debilitado como Biden. Ese es el dilema.